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Columnistas | PUBLICADO EL 12 noviembre 2020

Pequeñas historias (13)

Por Diego Aristizábaldesdeelcuarto@gmail.com

Como suelo hacerlo apenas están a punto de empezar las vaciones, las raras vacaciones que se nos avecinan, comparto una historia que surge Desde el cuarto, desde la pandemia y desde la curiosidad:

El borracho

Supe que era un borracho puntual y silencioso cuando a lo largo de los sábados del mes de octubre empecé a verlo con increíble precisión entre las 2 y las 3 a.m., a través de su sala austera de cortinas y de muebles. Durante esos mismos sábados de octubre, vaya uno a saber por qué, empecé a ir al baño entre las 2 y las 2:30 a.m. Sin encender la luz, me sentaba sobre la taza del sanitario, como las niñas, y mientras orinaba también se me escapaba el sueño.

Finalizada la acción fisiológica me asomaba por la ventana del cuarto para ver entrar a mi vecino del tercer piso dando pequeños tropezones contra las paredes hasta llegar al balcón, o lo encontraba encendiendo un cigarrillo con calma y aspirando ese humo como si fuera de nuevo la noche que se le estaba yendo, al igual que los labios de una mujer. Aunque pensándolo bien, durante ese tiempo no había visto a mi vecino con ninguna mujer, ni en el día ni en la noche, menos al amanecer. Fumados tres cigarros, buscaba el equilibrio en sus manos y en las paredes hasta perderse en el pasillo. Siempre hice fuerza con la matera del corredor, una palmera triste y deshojada, que él esquivaba como buen bailador de tangos, digo yo.

Una noche, corrí la cortina de mi cuarto y abrí la ventana para llamar la atención de mi vecino. Él tenía la cabeza gacha, una mano sobre la baranda y un par de gimoteos, discretamente perceptibles en ese tiempo de silencios. Debo admitir que yo en ocasiones también me siento solo y estúpidamente digo dos o tres frases en voz alta cuando quiero convencerme de que todavía hablo. El borracho puntual nunca miró. Sentado, incómodo y con el cigarro en la mano, rojo de viento y atizado el calor, se paseó sobre sus sueños hasta que le fueron llegando despacio el olvido y el amanecer, la manada de pájaros que se alebrestan antes de las 5 a.m.

Ni a los ocho días ni al pasar el tiempo volví a ver a mi vecino borracho. Penumbras y nuevas soledades son ahora inquilinos que no hablan ni se embriagan, mucho menos fuman mientras pasan vientos por el balcón y mi ventana permanece abierta para escuchar, tal vez, el gimoteo y los últimos pasos de una historia que jamás comprendí

Diego Aristizábal

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