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El juicio a Franco

22 de octubre de 2008
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Hace 69 años, en octubre de 1938, salían de España las brigadas internacionales que en vano pretendieron socorrer a la República del zarpazo del fascismo. Faltaban entonces cinco meses para el fin de la guerra. La democracia tenía la suerte echada.

Hoy, el juez Baltasar Garzón, a nombre de ese principio de cualquier democracia según el cual "ningún Estado puede borrar sus propios crímenes" (El País), ha abierto un proceso en el que se le ordena a Francisco Franco Bahamonde, y con él a todos sus secuaces y compinches, sentarse en el banquillo para responder ante la humanidad por miles de crímenes.

Por supuesto que es un juicio simbólico (Franco nos dejó en paz hace ya 33 años), pero no por eso intrascendente. Pero sí es un ejemplo de cómo no existirá refugio para quienes como él, masacraron no sólo a sus opositores sino también a sus familias, condenadas al patíbulo, a la exclusión o al señalamiento por generaciones.

La Guerra Civil tuvo dos partes. Una, el salvaje conflicto en sí, del 36 al 39, en que unos y otros, golpistas y defensores de la República, se molieron con ferocidad sin par, hasta dejar, según moderadas cifras recogidas por el profesor Gabriel Jackson, cerca de 135 mil muertos en combate, más unos 50 mil fruto de "enfermedades y desnutrición". Es decir, cerca de 185 mil.

La otra, desde 1936 hasta 1944, los cinco primeros años de Franco en el poder. Ahí, la cifra se duplica. Se calcula que unos 200 mil españoles cayeron en lo que Jackson denomina como "represalias y ejecuciones nacionalistas". El mismo investigador habla de 20 mil personas caídas durante la guerra por abusos en la zona republicana.

Como se sabe, Franco murió en olor de santidad. Su imagen de defensor de la cristiandad y enemigo del comunismo ocultó la otra, la del perro faldero de Hitler y Mussolini, y la de determinador de todas las ejecuciones. Dice Antony Beevor en su libro sobre la Guerra Civil, que el generalísimo sacaba tiempo "luego de comer, a la hora del café, acompañado de su asesor espiritual, el capellán José María Bulart", para leer las sentencias de muerte, que, sin excepción pasaban por sus manos.

Si Franco ponía una 'E' con su pluma frente al nombre del pobre infeliz, era hora de alistar el pelotón. Si trazaba una 'C', no era signo de benevolencia o debilidad; apenas los buenos oficios de algún influyente que conseguía conmutar la pena capital por 30 años de prisión. Pero si lo que dibujaba era una 'G' seguida por una 'P', significaban garrote y despliegue de prensa.

Eso en el caso de que el detenido no hubiera ya muerto por maltrato, hambre, enfermedad, o todas a la vez. ¿Saben cómo definía a los reclusos Isidro Castrillón López, director de la cárcel Modelo de Barcelona en la época?: "Hablo a la población reclusa: tenéis que saber que un preso es la diezmillonésima parte de una mierda". Así los trató el franquismo, vivos o muertos.

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