No es fácil para nadie la supervivencia en los tumultuosos mercados de la época. Los empresarios colombianos lo tienen bien sabido, como que se la han tenido que ver con la dura competencia reservada para todos, complicada con las particulares circunstancias de nuestro medio. Pero ahora, no en vísperas sino en la mitad de la más dura recesión económica que conoció el mundo desde la Gran Depresión, no se entiende que se les complique la vida cuando a todos los demás se les ofrece generosos alivio.
El Banco Central Europeo acaba de reducir sus tasas de interés al más bajo nivel que se conozca en el Viejo Continente. El de la Gran Bretaña hizo lo propio, casi al tiempo con el de Suiza, y el Japón volvió a instalarse en el interés cero, para encontrarse con el de la Federal Reserve de los Estados Unidos.
Por estos pagos, el Brasil toma medidas heroicas y México hace lo propio. Mientras tanto, el Banco de la República nos deja instalados en la vecindad del diez por ciento, porque eso de la crisis es asunto para otros.
Un buen diciembre, como parece que lo fue, nos pone a cubierto de cualquier contingencia, según piensan los inquilinos del palacio de mármol de la Jiménez con Séptima.
Así, por supuesto, no se puede. Siendo el dinero la materia prima esencial de cualquier negocio, encarecerlo varias veces con respecto a los competidores más duros es una mezcla de arrogancia y tontería.
Aquella tasa de interés, tan evidentemente atractiva, produce el obvio efecto de llamar capitales golondrina en cuantía suficiente para que el dólar sea muy barato. Con lo que serán tan cómodas las importaciones como poco rentables las exportaciones. De modo que mercados estrechos, casi del todo cerrados, nos esperan con las ofertas carísimas que podamos proponer.
No paran aquí las desventuras. Porque una vez se vino en picada el precio del petróleo, en las economías sensatas se transmitió ese efecto a los consumidores. Hace mucho rato que un galón de gasolina, de mejor calidad que la nuestra, vale en los Estados Unidos alrededor de un dólar con setenta centavos. Aquí nos cobran casi cuatro dólares. La gasolina, por supuesto, se trae a rastras el Fuel Oil, el ACPM y todos los derivados del petróleo. Sin dejar por fuera el carbón, que corre la suerte del combustible principal.
La medida viene acompañada con toda clase de explicaciones truculentas, que no alivian el hecho principal, el costo inmenso de esa fuente energética y de esa materia prima básica para el transporte de materias primas y bienes terminados.
El Alcalde de Bogotá, tan inteligente y despierto, nos recibe a puerta gayola, como se dice en tauromaquia, con otra noticia fantástica. El aumento exponencial del impuesto predial para toda la finca raíz, especialmente si se trata de bienes comerciales, es lo mejor que se le puede ocurrir a los economistas del Polo Democrático. Que sea lo contrario de lo que hacen todos los gobiernos del mundo en días recesivos, no importa. Damos por descontado que los demás alcaldes no se quedarán atrasados. ¿No estamos hablando de competencia?
Todavía falta. Porque la estructura oligopólica de bienes y servicios esenciales está pasando su factura. Con el hierro y el cemento lo comprobamos cada mañana. Pero faltaba lo peor. La energía eléctrica cuesta en Colombia el doble que en los Estados Unidos, donde no tienen la ventaja comparativa del agua.
Y ahora se sabe que los cuatro proveedores de esa energía tienen listo un aumento del 20 al 25% del precio ya exagerado de su mercancía, aduciendo, ¡Dios del Cielo!, escasez de agua.
Cuando andamos con ella al cuello, los entusiastas calculadores de las tarifas se anticipan a prevenir una gran sequía. Que nos coja confesados, es lo que cabe decir en circunstancias tan angustiosas.
Y después, a competir se dijo. Con las carreteras que padecemos, con una situación de seguridad comprometida y con estas perlas, queda listo el collar. Que no servirá de adorno, sino para ahorcarnos. Se abre el debate.
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