Los seres humanos estamos regenerando las células constantemente: cada minuto, entre 30.000 y 40.000 células de la piel se regeneran; el hígado puede regenerarse por completo con solo el 25 % del tejido y las pestañas viven procesos regenerativos cada tres meses.
Las plantas y los animales comparten esa función vital. Si el ajolote, una salamandra endémica de México, pierde su cola, esta vuelve a crecer, y los hemicordados, una especie de gusano, si pierden la cabeza, pueden regenerarla completamente. Otro ejemplo es el de la hidra, un depredador invertebrado de agua dulce, que regenera sus células cada 20 días. Las plantas tienen capacidades regenerativas asombrosas, desde las raíces, los tallos y hojas se pueden regenerar por completo. Recuerdo a mi abuela que cuando le admiraban las plantas decía “llévese un piecito”, y luego ese piecito se convertía en un hermoso jardín. Los bosques se regeneran a partir de semillas que caen y germinan en el mismo lugar.
Hace algunos meses tuve una cirugía en la que fueron necesarias algunas incisiones. Con los días, mientras se dibujaba un arcoíris en el área afectada, rojo, morado, verde, amarillo, se fueron sanando las heridas, creció nueva piel y recuperé poco a poco la salud. Mi cuerpo estaba experimentando una función vital presente en todas las formas de vida: un proceso de regeneración. No ha sido diferente cuando he sanado asuntos emocionales, el tiempo reconforta el espíritu y una nueva versión más consciente de mí misma ha emergido de cada dolor.
La curación, reparación o reemplazo del tejido dañado es lo que la ciencia llama regeneración, un proceso natural en el que se reemplazan o restauran células, tejidos, órganos, o incluso partes dañadas o faltantes para que funcionen completamente o den vida a otras.
Más allá de repasar la biología de la existencia, entender ese patrón regenerativo presente en las formas de vida es reconocer que somos parte de un mismo sistema, que está interconectado y es interdependiente. No hay fronteras reales. Por pequeño que sea un organismo todo está conectado a un sistema mayor y generando valor al mismo.
Las conexiones
El epítome de esa interconexión es la historia de los lobos en Yellowstone, un parque natural de Estados Unidos que cuando recibió su declaratoria de parque nacional en 1872 no contemplaba la prohibición de caza, y por esta razón en cuestión de tiempo se extinguieron. Posteriormente, el parque fue perdiendo la vegetación, debido a que la población de alces creció inconmesuradamente y ningún programa de control de especies funcionaba. En 1995 después de años de debates, investigaciones y esfuerzos científicos que entendieron el concepto de especies sombrilla, aquellas cuya existencia significa el equilibrio de un ecosistema y toda su cadena trófica, reincorporaron el lobo en el parque. Una titánica misión con lobos grises que fueron encontrados en los bosques de Canadá y luego transportados hasta Wyoming, Montana, donde se ubica el parque. Lo que pareció un milagro, que realmente fue el entendimiento del ecosistema, permitió que al reintroducir los lobos se regulara de nuevo la cadena alimenticia; al ser los lobos un depredador del ecosistema, disminuyó la población de alces y se regeneró la vegetación; el parque volvía a estar vivo.
Un ejemplo más cercano es el jaguar. Considerado por comunidades ancestrales como sagrado, es el felino más grande de América y una especie sombrilla, que además de regular la población de aproximadamente 85 especies de las cuales se alimenta, su presencia es un indicador de la salud y bienestar de un ecosistema, incluyendo aquellos de donde proviene el agua que luego consumimos.
En nuestra región, el Atlapetes blancae, conocido comúnmente como el montañerito paisa, cumple funciones similares. Con la amenazada existencia del pajarito en el ecosistema del altiplano norte de Antioquia, su presencia es símbolo de la regulación del ciclo del agua, la comida y la producción de energía que llega al Valle de Aburrá.
Entender dichos ejemplos de interdependencia e interconexión permiten aseverar la interferencia humana en los ciclos naturales y equilibrios vitales del presente. Debido a las actividades humanas se ha perdido el 68 % de la biodiversidad mundial, es decir, el 68 % de las especies que cumplían un rol en el equilibrio de los ecosistemas. Desequilibrios que hoy se manifiestan también en el cambio climático, la contaminación del aire, el suelo y el agua, entre otros.
¿Cuándo nos desconectamos?
En la evolución de las distintas formas de organización humana hemos promovido una narrativa de separación; lo femenino de lo masculino, el hemisferio izquierdo del cerebro y el derecho, el yo, el ego, la humanidad y la naturaleza, lo rural y lo urbano, lo individual y lo colectivo, la mente y el cuerpo. Promovimos un mundo binario, en blanco y negro, con fronteras políticas que fragmentan la naturaleza, un mundo de extremos que desconoce que la complejidad y diversidad es la característica principal de los sistemas. En resumen, olvidamos ver el todo y no solo las partes, y de esa manera hemos intentado solucionar los grandes retos de la humanidad de manera fragmentada.
Esa desconexión es sin duda una de las causas raíz no solo de la crisis ecológica irreversible sino de la crisis social que redunda en las carencias y necesidades básicas humanas insatisfechas como alimentación, vivienda, salud, empleo, entre otras. Así mismo, esa desconexión e interferencia plantea desde la ciencia, que la naturaleza y algunos de los ecosistemas que sustentan la vida, ya no pueden regenerarse de manera natural o a la velocidad que lo hacían debido a la deforestación, los cambios de uso del suelo para ganadería, la agricultura expansiva y la minería. Por ejemplo, en Colombia 500 hectáreas diarias son deforestadas, eso equivale a casi 500 canchas de fútbol y millones de conexiones ecológicas que permiten nuestro bienestar destruidas.
En este sentido, vale la pena reflexionar sobre un rediseño de los sistemas humanos para que estos conecten y permitan una narrativa integradora y sanadora con el todo. Esto implica un cambio de paradigma que debe estar mediado por cambios de consciencia individual; si puedo regenerar funciones de mi cuerpo de manera natural, también hacerlo con mis sentimientos y pensamientos. Como lo expresan el sociólogo Orlando Fals y el antropólogo Arturo Escobar, “sentipensar”, “la razón y la ciencia no son exclusivas en la construcción de los mundos ni en la interpretación de los mismos ya que ello se hace también desde los sentidos, desde el corazón”.
El discurso y la práctica de la sostenibilidad han dado grandes aportes al desarrollo de una conciencia planetaria, un lenguaje universal para reducir impactos y promover un desarrollo que no comprometa los recursos de las generaciones futuras. Sin embargo, ¿cómo podemos promover sistemas regenerativos que sanen ese daño que hemos causado?
Responderlo implica migrar hacia una consciencia regenerativa, que derive en transformaciones desde lo individual y se extiende a lo colectivo, un hogar, un barrio, una empresa, una ciudad, una bioregión. Conectarse y sanarse a sí mismo, promover relaciones sanadoras con el otro, con lo colectivo, con los ecosistemas y en general con ese gran sistema del que hacemos parte y nos conecta, poniendo en el centro un modelo de sentipensamiento ancestral: la vida y el cuidado de la vida en todas sus formas, el único paradigma posible para que evolucione la civilización hoy antropocéntrica.
