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Las obras de Roald Dahl y de Ian Fleming han sido reescritas recientemente. FOTO Cortesía
La corrección política en la cultura: ¿ya no queremos un arte transgresor?
Escritores y críticos hablan del fenómeno de las cancelaciones y censuras recientes en el mundo del libro y el arte.
La historia de Fedra, la mujer que se enamora de su hijastro Hipólito, es una de las más asombrosas de la mitología griega. En ella la diosa Afrodita, en venganza por haber sido rechazada por Hipólito, hace que su madrastra lo ame y lo desee, no como madre sino como amante. Fedra, así, ama a quien no debería y tiene en su voz una palabra que no sabe cómo expresar o callar. En algunas versiones de la historia, la mujer se suicida tras ser rechazada por su hijastro; en otras también se suicida, pero después de que su amado muera a causa de una falsa acusación suya.
La poeta Ramona de Jesús evoca esta tragedia al hablar de censura y autocensura, de silenciamientos y corrección política. “Fedra está pensando en cómo no puede decir lo que quiere, y está reflexionando sobre qué significa ese no poder decirlo y por qué”. El personaje descrito en la tragedia de Eurípides teme perderse: “Si ella, al enamorarse de Hipólito, pierde la razón, y si eso la lleva a no poder hablar, es preferible la muerte. Antes la muerte que perder la cabeza y perder el habla”, dice de Jesús.
Por los componentes de su historia, Fedra podría encarnar lo que en estos tiempos de correcciones, de verificaciones de la historia y de hipervigilancia ha impuesto en las creaciones culturales. Películas a las que se les exigen cuotas de paridad, piezas teatrales que acomodan argumentos para mostrarse en contra de los feminicidios, muestras pictóricas cuyos desnudos ofenden, amén de realizaciones hechas para perseguir las lógicas de una propaganda política. Esto sin hablar de un asunto del que se quejan profesores universitarios en Estados Unidos: que los estudiantes evitan expresar sus opiniones para no incomodar y no ser excluidos de ciertos grupos.
El reciente caso de reescritura de las obras de Roald Dahl, autor de “Matilda” y “Charlie y la fábrica de chocolates”, sorprende pero tiene una correspondencia evidente con lo mencionado. Suprimir palabras como “feo” o “gordo”, cambiar el sentido de muchas situaciones y la profundidad de las caracterizaciones, es solo uno hecho más en una serie de acciones emprendidas por instituciones, academias y también en redes sociales para hacer potables obras de arte, modificándolas según estándares o criterios que no soportarían una crítica.
“La censura que se hace a ciertos libros, o esas relecturas que se están haciendo, son un mecanismo del totalitarismo que se vive hoy bajo un disfraz de libre expresión. Para ser concreta: en Twitter cualquiera puede decir lo que quiera, sin embargo Twitter censura. Entonces es como una máscara”, agrega Ramona de Jesús desde Alemania, donde está radicada.
En ese punto coincide Lucía Donadío, escritora y editora en Sílaba Editores. “Vivimos un purismo muy extraño. En el mundo virtual hay de todo, toda clase de basura y de cosas, pero se pretende limpiar las obras literarias o pulirlas de ciertos términos o asuntos. Es absurdo. Creo que la literatura, la escritura es un trabajo que brota del autor y que hay que respetar eso”.
Según el periodista y crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga, los artistas y el arte en general han recorrido un camino muy largo para ganar su autonomía con respecto a cualquier poder económico y político. “Es muy triste que ahora, no sé si voluntariamente o de manera coordinada con otros poderes, estemos sacrificando ese espacio de libertad, tal vez uno de los únicos espacios de libertad reales que hay en el mundo, que es el espacio de la creación artística”.
Para Zuluaga no es muy fácil señalar de dónde procede tal situación, si de la “academia norteamericana con su blanqueamiento y su corrección política”, o si de ciertos “activismos recalcitrantes”. Cree que vienen de ahí: “De mucha rabia social que está acumulada y que se expresa en estas proscripciones”.
El escritor John Templanza Better cuenta una experiencia que vivió en ese sentido. Le sugirieron cambiar ciertas palabras de uno de sus relatos en un informe que recibió tras participar en un concurso de cuentos en Bogotá. En su relato hablaba de unas travestis callejeras que son putas y asesinas y que matan a otra de forma violenta. “Me dijeron que dejaba mal visto a la comunidad, que mi cuento atentaba y las ponía en un lugar cliché”. Su cuento estaba bien hecho, fue el mensaje final, pero, según entendió, tenía que mostrarse “más... reivindicativo”. En una propuesta de reedición de su libro “Locas de felicidad”, prologado por Pedro Lemebel, le sugirieron lo mismo: suprimir palabras como “loca” o “marica” por ser potencialmente insultantes.
“Pero son términos descargados de odio, como dice Lemebel, porque hacen parte de una especie de hermandad. Me parece harto tener que cambiar expresiones así. Cada cosa fue hecha y dicha en su momento, si estuvo bien o si estuvo mal eso lo juzga el que lee, escucha, mira y percibe la obra”, concluye Better.
Leer en contexto es fundamental.
Resistencia a la opresión
Después del caso Roald Dahl salió a la luz esta semana que las obras de James Bond serían reescritas: la Ian Fleming Publications, dueña de los derechos del autor Ian Fleming, contrató a un grupo de “lectores sensibles” —exactamente como en el caso del autor de “Matilda” y sus herederos y grupo editorial—. “Gracias a los demagogos, los oportunistas que hacen de esto su negocio y los idiotas que les aplauden, el siglo XXI está siendo el siglo de la estupidez”, dijo sobre el caso el escritor Arturo Pérez Reverte.
La mutilación literaria del agente 007 se dio a conocer a los 70 años de la publicación de la primera obra de la saga de Fleming, “Casino Royale”. Como si se tratara de una verdadera celebración de aniversario, se dijo que se suprimirían la palabra “negro” y se cambiarían descripciones potencialmente ofensivas. Por ejemplo: en la novela “Vive y deja morir”, la descripción de Bond de que los africanos que están en el comercio de oro y diamantes son “muchachos respetuosos de la ley, excepto cuando han bebido demasiado” se convierte en “tipos bastante respetuosos de la ley”.
Son también recientes, por otra parte, los intentos de cancelar las obras de la autora de Harry Potter, J. K. Rowling, a quien el movimiento woke no deja de acusarla de “transfóbica” por, entre otras, criticar que se le diga “personas menstruantes” a las mujeres. No deja de ser llamativo que la autora más vendida de estos tiempos se la pretenda silenciar, cuando hay un crecimiento de los movimientos feministas y, aunque se están publicando más autoras, todavía hay una diferencia abismal entre la cantidad de libros de hombres que se publican y leen, frente a los de mujeres. Las críticas aumentaron cuando se supo que “Troubled Blood”, la quinta de sus novelas protagonizada por el detective Cormoran Strike, se centraba en un asesino en serie que se vestía de mujer.
También Charles Dickens, Shakespeare, los hermanos Grimm y Agatha Christie se han sumado a los autores cuyas obras se han querido amoldar a los tiempos que corren, en una permanente infantilización del lector, como sostuvo la editorial de este jueves de EL COLOMBIANO.
Estos hechos, según Ramona de Jésus, tienen que ver más con las políticas del mercado que con el arte. “La actividad artística lucha contra eso todo el tiempo: está pensando en cruzar límites, en transgredir, incluso transgredirse y transgredir uno su lengua”.
Pedro Adrián Zuluaga observa que son acciones con una perspectiva distinta en el arte. “No estoy hablando de que las acciones afirmativas no sean importantes en la vida política o en la vida social, pero el mundo del arte, aparentemente, es autónomo”.
Como Better, Zuluaga trae el ejemplo de expresiones que quieren eliminarse de los libros por su carga peyorativa. “Podemos autoafirmarnos como locas o como maricas, o los negros autoafirmarse como negros, convirtiendo un insulto en una categoría política de autoafirmación. Si se borran todas estas palabras que en algún momento fueron opresivas, se borrará toda una historia de resistencia. Porque nunca la opresión es total, ¿no? Siempre la opresión va aparejada de resistencias”.
También a Shakespeare lo reescribieron: el final de El Rey Lear, para muchos insoportable, fue modificado por el dramaturgo Nahum Tate en 1681 en una versión en la que los que morían sobrevivían para dar un final feliz. Durante más de un siglo se presentó esa versión ante el público. En Reino Unido se venderán ambas versiones de Dahl: la que pidió el público, la original, y la proscrita, por si los reescritores y “lectores sensibles” de hoy quieren leerla.

Periodista cultural de EL COLOMBIANO. Autor de “Por eso yo me quedo en mi casa”. Es el gemelo zurdo.