Por mónica quintero restrepo
Cuando Héctor Abad Faciolince empezó a escribir Salvo mi corazón, todo está bien ya sabía que tenía una enfermedad leve del corazón. La terminó un día antes de que le hicieran una cirugía de corazón abierto, porque la enfermedad había avanzado a severa. Se la mandó a la agente e hizo un testamento, por si acaso. Es un libro inspirado en el sacerdote Luis Alberto Álvarez, que en la novela es Luis Córdoba y está esperando justo un transplante.
Esta novela sale casi un año después de esa cirugía. ¿Qué pasó tras ella, qué cambió?
“De alguna manera es una novela sobre la enfermedad, de la pandemia como amenaza constante a una vida precaria. Los meses de encierro, todavía sin vacunas, nos dieron a todos una sensación muy clara de la fragilidad de la vida. Cuando empecé la novela, durante el aislamiento, sabía que tenía una enfermedad cardíaca leve, después moderada, pero como soy bastante hipocondríaco me sentía en doble riesgo. A medida que avanzaba en la novela mi dolencia se fue agravando hasta volverse severa.
Cuando iba por la mitad del libro me dieron una beca en México, de tres meses, para ir a escribir a la casa donde García Márquez escribió Cien años de soledad. Mi oficina era la habitación donde dormían Mercedes y su marido. Un honor muy grande, pero también una inmensa presión y responsabilidad. A la sombra de ese fantasma genial escribí los capítulos menos indignos de la novela. Sin embargo, y lo digo sin falsa modestia, lo que escribí en su casa es insignificante si lo comparo con lo que García Márquez hizo en su cuartico del piso de abajo: ‘La cueva de la mafia’. El caso es que estando en México me empezaron a dar cada vez más síntomas de mi problema cardíaco, en especial anginas de pecho muy dolorosas si me agitaba, si nadaba en agua muy fría (me gusta nadar), si trataba de alcanzar corriendo un bus que se me iba... Cuando volví, mi cardióloga me dijo que había llegado el momento de hacer la operación, porque mi lesión era ya severa. Pedí un mes más para acabar la novela y dejé el primer borrador la noche anterior a la cirugía. Se lo mandé a mi agente literaria, por si pasaba algo. Hice un testamento. Me operó con éxito un gran cirujano de la Clínica Cardiovascular y al parecer puedo seguir dando guerra unos años más. Al volver a la vida pude dedicarme a corregir y pulir con más calma el borrador que ya tenía”.
La dedicatoria es a Cecilia Faciolince, su mamá, porque esta es una novela sobre sacerdotes, y desde ahí cuenta que es un hijo descreído y ella una creyente. Esta novela se escribe desde un escritor descreído, ¿no?
“El aislamiento de la pandemia fue devastador para mi mamá, como para muchos otros viejos. Ella era muy sociable, muy andariega, y no podía salir casi nunca. No podía ir ni a misa. La novela está dedicada a ella porque era una católica muy creyente, muy fervorosa, que rezaba a diario y oía muchas misas (al final por televisión), aunque nunca fue beata ni fanática. No era gazmoña ni se escandalizaba con casi nada. Sufría con mi ateísmo, eso sí. Creo que quise escribirle una novela sobre curas buenos, humanos, frágiles, pero ante todo buenas personas. Hubiera querido que ella alcanzara a leerla, pero se murió antes”.
¿Siempre fue descreído o eso llegó con el tiempo?
“Mi papá era agnóstico y mi mamá muy creyente. En el tema religioso seguí el camino de mi papá más o menos desde los trece años, aunque a veces iba a misa para que mi mamá se pusiera contenta. Siempre he dicho, eso sí, que soy un ateo manso. No pienso que todos los curas sean asquerosos, pervertidos y malos. Muchos sacerdotes son muy buenas personas. En mi novela del corazón hay muchos más curas buenos que malos. De alguna manera este libro es un homenaje a las creencias de mi mamá. Como ella era tan creyente, nunca he podido despreciar a los que creen. Los respeto, incluso me intrigan. No respetarlos sería como irrespetar a mi mamá. Casi todo el mundo cree en cosas muy raras; los católicos también”.
Está es una novela que parte de la realidad, incluso hay muchos nombres que se mantienen, por ejemplo Ángela María Chica, que es la guardiana de la casa de Luis Alberto Álvarez, que es en quien se inspira la novela. ¿Cómo era su intención entre la ficción y la realidad? ¿Ronda también la autoficción?
“La novela se inspira en la vida y en la obra de Luis Alberto Álvarez, que fue un sacerdote magnífico a quien las personas de mi generación, en Medellín, le debemos muchísimo. Nos enseñó a ver cine con ojos alertas, críticos y generosos al mismo tiempo. Nos ayudó a ir más lejos con la música clásica, la más sublime que existe para mí, y en particular con la obra de Mozart, a quien él adoraba. Luis Alberto tenía dos amores muy afianzados, el cine y la ópera, y era tan entusiasta y tan sincero en estas pasiones artísticas que nos contagió a muchos el mismo amor por la belleza que hay en el cine y en la música.
Yo fui buen amigo de Luis Alberto, pero otras personas lo fueron mucho más que yo, así que el libro lo pude escribir gracias a lo que sus más allegados me contaron: personas de la familia, otros sacerdotes, amigas y amigos muy íntimos de él que me ayudaron con sus recuerdos del Gordo. Claro que hubo un momento en que ya no quise hablar con nadie más (cada día aparecían más y más amigos de Luis Alberto, pues era una persona muy querida) porque si no el libro se volvía una biografía, y no la novela que yo quería escribir. Al final ya no quería saber más cosas de él, para poder imaginarme mejor al personaje, que no es exactamente Luis Alberto Álvarez, sino Luis Córdoba, un cura parecido a él en muchos aspectos, pero en otros muy distinto. Tal vez en lo que era más distinto a su modelo es donde más se cruza lo que yo soy, o lo que yo imagino. La autoficción no es un género sino un destino de todo aquel que escriba novelas”.
¿Cuándo vio en Luis Alberto un personaje novelable?
“Yo tenía en la cabeza, desde el siglo pasado, esta situación, que Luis Alberto vivió: un hombre de 33 años se va de la casa, abandona a su mujer y deja de vivir con sus hijos. Casi al mismo tiempo un sacerdote de 50 años padece una insuficiencia cardíaca grave y no tiene más solución para poder vivir que someterse a un trasplante de corazón. Como él vive en una casa con muchas escaleras, y le recomiendan quietud, pocos esfuerzos, él se va a vivir en la casa de un solo piso de la mujer recién abandonada. Allí hay dos niños, y también una empleada costeña que tiene una hija. El sacerdote entra a ocupar el papel del padre que se fue: se convierte en paterfamilias y a vivir algo que nunca había experimentado: la vida familiar, los niños, una especie de paternidad vicaria, la compañía de dos mujeres jóvenes, dulces, inteligentes, bonitas. Esta era la situación que quería explorar, ya no con los datos precisos sobre Luis Alberto Álvarez, sino con los que me imaginara. Lo que ocurre dentro de la casa durante los meses en que el protagonista espera un corazón de repuesto, es la ficción, la novela”.
El narrador cuenta que Luis no decía que era sacerdote, y no porque se apenara, sino porque era otro tipo de sacerdote. Ahí empieza toda una reflexión, una crítica, al sacerdocio...
“La novela no es un ataque a la Iglesia, al contrario. Si mucho se ataca a algunos representantes de la jerarquía eclesiástica, pero no a los curas protagonistas, a quienes admiro, quiero y comprendo. El celibato no fue siempre obligatorio en el cristianismo; el papa actual pide respeto y comprensión por los homosexuales, por los matrimonios atípicos, por los católicos separados. Hoy en día una novela correcta políticamente habla siempre de curas perversos, pederastas, de violadores de niños, de abusadores. Mi novela es incorrecta y va contra esa corriente porque los curas protagonistas, Aurelio Sánchez (el narrador), Luis Córdoba (el alterego de Luis Alberto) o Carlos Alberto Calderón (otro cura real del que también se ocupa la novela), son los tres hombres cultos, buenos, absolutamente dignos y valiosos. Quizá no siempre sigan rigurosamente todos los dogmas de la Iglesia, pero eso no los hace malos ni menos valiosos. Son humanos. Repito que es una novela escrita, en primer lugar, para una mujer muy católica, pero al mismo tiempo muy abierta y muy tolerante”.
