x
language COL arrow_drop_down
Generación — Edición El Cambio
Cerrar
Generación

Revista Generación

Edición
EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Un cielo vacío
  • Un cielo vacío
  • Un cielo vacío
  • Un cielo vacío
Generación | PUBLICADO EL 14 abril 2025

Un cielo vacío

Lina María Parra Ochoa

A pesar de estar en mar abierto, el crujido de su hombro se sintió nítido. Un sonido que venía desde adentro de sí y que también allí se escuchaba, reverberando en todo su cuerpo como un traquetear de máquina. Iván agradeció que el agua estuviera tranquila porque, aunque no era la primera vez que se le zafaba el brazo, sí era esa la situación más complicada en la que su pequeño desperfecto había decidido aparecer. El hombro izquierdo se le desacomodaba de vez en cuando desde que a los dieciséis años se dio de frente contra un camión mientras embalaba en su bicicleta casi llegando a la cima de una loma para ganarles una carrera a sus hermanos. Iba con la cabeza agachada, metida entre los brazos, los ojos casi cerrados, poniendo toda su fuerza en esas últimas pedaladas, y no vio al conductor que salió de una esquina y se lo llevó por delante. Del accidente quedó con una laguna en la memoria de varios días y el brazo izquierdo quebrado. Luego fue que empezó a zafársele, casi siempre cuando hacía algún movimiento repentino con el hombro. Pero nunca le había pasado nadando.

Se volvió a mirar a la playa lejana, había nadado varios metros, muchos más que el día anterior, tal vez muchos más que nunca antes, y todo allá en la tierra le parecía pequeño y borroso. Flotando en medio del agua oscura le sorprendió la falta de miedo. Esperaría Iván en una situación como esa asustarse: estaba solo en medio del mar, con un brazo suelto, además nadie sabía de su salida a nadar. Podía morirse si a las corrientes se les daba la gana de llevárselo más lejos de la playa. Pero lo único que se encontró sintiendo fue una calma rara, nueva, una calma que nunca había sentido en tierra firme. Se volteó hasta quedar flotando boca arriba un rato, analizando las variables para encontrar la forma más eficiente de volver a la playa. Tuvo en cuenta el sol, ya picante pero aún no en lo alto del cielo, debían ser las diez de la mañana, también incluyó el hecho de que solo tenía un brazo funcional, y el cansancio que ya empezaba a sentir. Por último, se concentró en percibir las corrientes, en entender para dónde lo estaba moviendo el agua. Sabía que contra ese jalón no había lucha posible, debía usar la corriente para volver, no pelear contra ella.

En el cielo se juntaron varias nubes en un conjunto gris que por un rato opacó la luz pesada del sol e Iván pudo abrir los ojos sin dolor. Flotaba tranquilo, no sentía afán por regresar, aunque entendía que esa debía ser su prioridad, pero quiso quedarse un rato mirando el cielo antes de deshacer las brazadas hasta tierra firme. Pensó que el cielo se miraba distinto cuando uno flotaba, se sentía distinto que si uno estaba acostado en la arena o en una de esas sillas largas de plástico que ponían en las playas. El cielo se veía más hondo. Le pareció que desde ahí, mecido por el agua, podía distinguir las capas de la atmósfera como se diferenciaban las capas geológicas en una roca. Unas nubes estaban más cerca que otras, todas tenían texturas distintas, y había un cambio sutil en el azul, que se hacía más oscuro en la profundidad lejana de la estratósfera. El cielo de día por primera vez le pareció tan interesante y tan hermoso como el cielo de la noche. Nunca antes le había puesto mucha atención al firmamento en el día, porque lo que a Iván le interesaba se develaba solo con la caída del sol: las estrellas y los planetas. Las huellas de luz de los cuerpos celestes, sus conjuntos, sus movimientos. Si había mirado el cielo de día era para buscar a Venus cerca del horizonte al atardecer, nada más. El día para Iván era como una venda molesta, un exceso de luminosidad que obstruía el espacio en toda su vastedad, en todo su misterio. Por eso tampoco le gustaba mucho la playa, toda tan iluminada y tan plana, tan evidente. Prefería las montañas, pero no pudo negarse al paseo con su familia.

Alquilaron una cabaña frente al mar y en ella Iván pasó varios días con sus papás y sus hermanos. La familia entera durmiendo en colchonetas en el piso de la sala porque no había cama para tanta gente. Dentro de la casa no se quedaban por que el calor era insoportable. Más bien se pasaban el día entero entre el mar y un quiosco grande lleno de sillas y hamacas donde todos dormían las siestas eternas que llenaban los tiempos entre una comida y otra. El paseo estaba bien, a Iván le gustaba estar con su familia, pero a veces se sentían demasiado, tantas personas todo el tiempo hablando, todo el tiempo moviéndose, y el sol reventando contra la arena blanca que le hacía doler los ojos, y la planicie interminable de la playa, monótona, aburrida. Por eso desde el segundó día empezó a nadar. Se despertaba de primero, antes que cualquiera en la casa y salía a la playa para aprovechar un rato las olas sin el calor pesado que aumentaba con el avance del día. Descubrió que le gustaba esa brisa que traía el mar temprano en la mañana, una brisa que alojaba aún algo del frío de la noche, igual que la brisa de la tarde, cuando el sol desaparecía detrás del mar, insinuaba ese mismo frío. Eran soplos calmantes sin los que Iván no habría podido sobrevivir el paseo. Luego de caminar un rato por la playa, se metía al agua dando pasos seguros hasta que ya no podía pisar la arena y entonces empezaba a nadar mar adentro en línea recta. Cuando sentía mucho cansancio en los brazos miraba a la playa tratando de calcular a puro ojo cuán lejos estaba, y luego emprendía el regreso que siempre era más demorado y más duro.

En el cielo las nubes se habían vuelto una sola, gris y dura, llena de agua por caer, pero algunos pedazos de azul aún se veían iluminados por un sol lejano, nuestra estrella madre, pensó Iván, quien ya sentía el impacto de sus rayos sobre la piel. Supo que si lograba llegar a la cabaña se encontraría con todo su cuerpo rojo. Pero esas eran preocupaciones para después. Primero debía llegar. El mar se estaba picando e Iván, como pudo, agarró su brazo izquierdo y lo metió entre la pretina de su pantaloneta, para que quedara firme al costado de su cuerpo. Debía regresar antes de la tormenta, antes de que se le acabaran las fuerzas.

Miró por última vez el cielo, tratando de adivinar cuánta ventaja le daría la lluvia y, entre el gris de las nubes, vio un punto negro brillante. Completamente redondo y estático, justo sobre su cabeza. Estaba seguro de que antes no se encontraba allí. Entonces el punto se movió. En línea recta hacía la playa. Luego se detuvo, y de nuevo retomó la marcha para regresar al inicio, sobrevolando a Iván. Él no pudo juzgar a qué altura estaba el punto, pero supo que no era un avión ni un pájaro ni un globo ni un satélite. Supo que lo que estaba viendo era algo que había esperado ver durante sus veintitrés años de vida. Supo que no había explicación coherente, pero que ahí estaba, ante sus ojos abiertos, ahora sí verdaderamente asustados. Después de varios minutos en los que el punto se mantuvo firme sobre él, apenas moviéndose de nuevo en línea recta hacia la playa y regresando, el mar agitado empezó a sacudir el cuerpo de Iván y ya flotar boca arriba no le quedó tan fácil. Dio un parpadeo, para que no le entrara agua en los ojos, y cuando volvió a abrirlos el punto no estaba. Iván buscó desesperado entre las nubes, a ver si el punto se había movido a otra parte, pero no pudo verlo. El cielo estaba vacío. El escalofrío en su cuerpo ya no se debía a la temperatura del mar ni al viento de tormenta sino al suceso, aunque efímero, que él sabía cierto. El miedo que lo inundó era raro, nuevo, de alguna manera equivalente a su calma anterior. No le temía a lo que vio, fuera lo que fuera. Le temía a la posibilidad de no poder volverlo a ver nunca.

Nadó por mucho tiempo contra la corriente, pataleando con fuerza y braceando con su brazo derecho que se le encalambraba por el frío y el esfuerzo. Cuando alcanzó la playa estaba agotado, sin aire, no tenía fuerza ni para respirar. Se tiró sobre la arena boca arriba con los ojos cerrados, todavía con el brazo izquierdo metido entre la pretina de su pantaloneta. Apenas su pecho se calmó, abrió los ojos y buscó de nuevo, en el cielo cerrado y oscuro, el punto negro. Pero solo encontró la promesa de la tormenta sobre su cabeza. Con dificultad se sentó y con la mano derecha se agarró el brazo izquierdo. Luego empezó el intento de volver a encajarse el hombro. Ya lo había hecho antes varías veces, unas le era fácil, pero otras veces se demoraba un rato porque el húmero parecía no encontrar el hueco exacto, como si las partes de su propio cuerpo de repente no encajaran. Esta vez Iván se demoró porque le costaba concentrarse. Estaba también todo él desencajado, sin poder pensar en otra cosa que no fuera el punto negro en el cielo, su movimiento repentino y su brillo imposible.

El resto del paseo Iván no nado más por miedo a que volviera a zafársele el brazo. En vez de eso, para alejarse de la cabaña llena de gente, se dedicó en las mañanas a caminar por la playa, yendo cada vez más lejos, una playa, dos playas, tres playas, cuatro, cinco, siempre al borde del agua. Caminaba hasta que le ardían los hombros por el sol y le dolían los pies sobre la arena. Hasta que el calor pegotudo no lo dejaba respirar. Caminaba y miraba hacia el cielo, a pesar de la luz que lastimaba sus ojos, buscando ese punto negro. Necesitaba volver a verlo, necesitaba que la realidad de su existencia no se perdiera en su recuerdo hasta cubrirse de duda. Pero el cielo seguía vacío.

***

Había tres cosas en la vida que Iván quería ver antes de morirse. Por un lado, le gustaría ser testigo del desarrollo de inteligencia artificial sensible y autónoma. Pero su deseo más ferviente se dividía en dos: que el hombre pudiera encontrar vida en otros planetas, y, sobre todo, que el hombre pudiera encontrar vida inteligente en otros planetas. En parte de ahí nacía su obsesión con el espacio. Para él la astronomía era la forma más interesante de acercarse al misterio. El misterio de qué, le preguntó un día su hija mayor mientras él instalaba en el computador un programa del instituto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence). Iván no supo muy bien cómo explicarle a Lina, de trece años, a qué se refería él cuando pensaba en el misterio. Desde que era muy pequeña le había enseñado a su hija sobre el sistema solar, los planetas, las estrellas, las galaxias. Ella entendía de fenómenos como el Big Bang, la expansión del universo infinito, la creación y destrucción de las estrellas, la aparición de agujeros negros e incluso la posibilidad de los agujeros de gusano. Iván siempre le habló a su hija sobre el universo entero, con la esperanza de compartir juntos el misterio. Pero nunca había usado con ella esa expresión. El misterio es mojarse los pies con las olas que llegan a la playa, sabiendo que el mar profundo se extiende frente a nosotros sin que podamos verlo, sin que consigamos abarcarlo, sin que logremos jamás conocerlo del todo. El misterio es querer saber lo que es imposible saber. El misterio es estar ciego ante tanta oscuridad, pero seguir insistiendo en ver. El misterio es tratar de explicarte el infinito a sabiendas de que no lo lograré. Iván no supo si su hija había entendido, pero tal vez eso también era el misterio, algo que cada uno intentaba comprender a su manera, una definición imposible que era distinta para cada persona.

El SETI@home era un programa de computación distribuida desarrollado por el SETI con el que Iván, al igual que muchos otros usuarios, permitía el uso remoto de su computador, para el análisis de señales de radio en busca de alguna generada por inteligencia extraterrestre. Cada que Iván terminaba de trabajar en su computador, como descansa pantallas aparecía la interfaz gráfica del programa que analizaba cientos de datos traídos desde el universo, ese misterio infinito. Algunas veces Iván encontró a Lina observando las gráficas coloridas en la pantalla, como esperando a que alguna de ellas fuera distinta y albergara un mensaje. En cambio él, desde el día en que lo instaló, decidió que no miraría el programa. Se estaba cansando de años de buscar en el cielo ese punto negro brillante que lo había acompañado hacía tanto en la playa. En las mañanas, después de trotar por una hora alrededor del parque de la unidad de apartamentos en donde vivía con su familia, se quedaba mirando un rato a las nubes, tirado en la manga, buscando. Pero el cielo seguía vacío.

***

Incluso después de muchos años, el brazo de Iván aún mostraba las huellas de su accidente en bicicleta. El choque contra el camión no solo le lastimó el hombro, sino que además le rompió el cúbito y el radio. Sus hermanos lo llevaron a un hospital cercano pero Iván, a pesar de intentar recordarlo, no supo cómo pasó. No supo quién cogió su bicicleta, cuánto caminaron hasta el hospital, ni qué sucedió allí. Su memoria regresó cuando ya estaba en la casa, con el brazo enyesado. De esos días sus recuerdos eran esporádicos, como atomizados. Tenía imágenes de la gente que lo visitó, de la comida en el plato, de sus hermanos ayudándolo a envolver el yeso en una bolsa para poder ducharse, pero la trama entera se le escapaba. El día en que le quitaron el yeso se dio cuenta de que los huesos rotos habían quedado mal alineados, por lo que, cuando flexionaba el brazo, la unión de las dos mitades del cúbito y del radio, que Iván se imaginaba como un nudo óseo, empujaba un poco del músculo haciendo que en su brazo apareciera una bolita blanda, como si hubiera algo redondo alojado bajo la piel. A Lina le gustaba mucho estripar esa bolita con su dedo siempre que aparecía, y pedía escuchar de nuevo la historia del choque. Y luego la historia del hombro zafado en mar abierto. Iván las repetía con gusto, había algo en él que disfrutaba de contar las mismas historias, mirarlas por todos sus lados posibles, por todas sus caras, conocerlas al dedillo. Pero lo que nunca hizo fue contarle a Lina sobre el punto negro brillante que lo sobrevoló ese día en el mar. Eso nunca se lo contó a nadie, ni a sus hermanos, ni a su esposa. Solo él sabía lo que vio, solo él sabía que algo más existía, esperando desde la lejanía oscura del universo.

Años después Iván cambió el computador por uno nuevo, más moderno y pequeño. Al cargar la vieja CPU, que ya había sacado la mano, sintió el dedo de su hija presionando la bolita de carne en su brazo flexionado. Ella nunca iba a olvidar esa costumbre. A Iván le interesaban mucho esos gestos así, que se hacían una vez y quedaban grabados para siempre en las maneras de una persona. El suyo era mirar el cielo, escrutar las nubes, esperar el regreso impredecible de ese punto negro. Entre los dos sacaron todo el computador viejo con sus cables y su pantalla barrigona y se pasaron el resto de la tarde instalando el nuevo, pero Iván no supo bien por qué no quiso volver a descargarse el SETI@home. No era que se hubiera rendido en su búsqueda, era más bien que algo en su apreciación por el fenómeno había cambiado con los años. Ya no le interesaban tanto los gráficos y los datos, y la interfaz del programa del SETI lo agobiaba por su ruido. Entendía que ese era el camino de la investigación, sumergirse en el ruido espacial para encontrar en él una señal evidentemente producida por una inteligencia extraterrestre, pero con los años Iván ya no pudo soportarlo más y Lina solo insistió una vez. Le pidió que volvieran a instalar el SETI@home en el computador nuevo pero algo en la negativa del papá la hizo desistir. Iván buscaría a su manera esos destellos del misterio que penetraban en la vida de la Tierra. Y su manera era mirar al cielo, sin tregua. Necesitaba ver para seguir creyendo.

Entonces, en vez de instalar una nueva versión del programa, Iván finalmente le contó a Lina sobre el punto negro. Ese es el misterio hija, un punto negro y brillante que me acompañó desde el cielo, imposiblemente perfecto, rápido, repentino. Eso es lo que he buscado toda la vida. El misterio de haber visto y necesitar volver a ver porque no hay manera de convencer al cerebro. El misterio es ese pequeño momento de certeza que hay que luchar para que no se diluya en el resto de esta vida tan terrestre, tan pequeña y tan vasta a la vez. Iván se había cansado de buscar con un computador lo que hacía años sus propios ojos vieron tan claramente. Y desde ese día ya no volvió a encontrar a Lina mirando la pantalla, si no mirando al cielo, buscando ella lo que nunca había visto.

***

Por la carretera no se veía a nadie, todo el mundo escondiéndose en las casas del calor del medio día. Iván manejaba el carro y Lina iba de copiloto, recostada en el marco de la ventanilla abierta para que el viento le refrescara la cabeza. Fue entonces que lo vio, alto en el cielo azul estallado de luz, un punto negro y brillante. Por un momento pensó que tenía un daño en la retina. El papá siempre le dijo que se le iban a desprender si seguía leyendo en el carro, pero el miedo que la inundó era raro, nuevo. Estaba viendo el misterio y temió que, al decirle al papá, el punto desapareciera y ni ella ni él pudieran volverlo a ver nunca. Temió que la develación del misterio no fuera la certeza sino otro misterio más profundo. Aun así, pasaron los segundos y ahí se mantenía el punto sobre ellos. Iván agarró una curva en la carretera y el punto los siguió, imitando su trayectoria. Entonces Lina tuvo que abrir la boca. No supo qué palabras dijo, pero fueran las que fueran, funcionaron. El papá entendió sin muchas aclaraciones. Sin cuidado parqueó el carro al borde de la carretera y se bajó desesperado, dejando la puerta abierta. Lina lo siguió. El calor caía sólido sobre todas las cosas y el sol brillante los envolvía en un destello blanco, que hacía doler los ojos. Pero ahí seguía sobre ellos, el punto negro. Miraron al cielo tratando de no parpadear, para que el misterio no se esfumara, no se nublara de nuevo con la duda. Después de la ansiedad inicial, Iván se sumergió en una calma vieja, la calma que hacía tantos años había sentido flotando en mar abierto. La calma de aceptar que las preguntas se responden solo con la imposibilidad de la respuesta. Pensó que el cielo era apenas la antesala, el borde de una herida infinita que era el universo, cada vez más grande, más inconmensurable, siempre en expansión. Y se alegró porque por lo menos él, ahí parado junto a su hija, ya no viviría más con el miedo de pensar que, cuando le llegara su hora, moriría bajo el peso de un cielo vacío.

Revista Generación

© 2024. Revista Generación. Todos los Derechos Reservados.
Diseñado por EL COLOMBIANO