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El Cambio

Generación es la revista cultural de EL COLOMBIANO. El cambio es el tema de este mes, el hilo conductor para celebrar que regresamos renovados.

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Edición del mes | PUBLICADO EL 02 febrero 2022

Las generaciones del cambio

Un recorrido por la historia de la ciudad para mapear los principales momentos y protagonistas de los cambios culturales de las últimas 11 décadas.

Por Alfonso Buitrago Londoño

En la novela El fuego secreto, de Fernando Vallejo, publicada en 1985, se resume más de un siglo de los cambios y contradicciones de la cultura en Antioquia. El personaje Hernando Aguilar, quien se hace llamar la Marquesa de Yolombó, como el título del libro de Tomás Carrasquilla de 1928, es un marica al que le gustan los jovencitos.

La formación de Medellín como una ciudad del siglo XX, y su agitada transformación cultural hasta su entrada en el XXI, ha sido un ir y venir entre la exaltación de la tradición y el escándalo de la transgresión. En una Medellín que se precia de conservadora, el impulso de cambio ha sido una marca de su carácter.

Una forma de ser que se puede trazar desde la creación de la Escuela de Bellas Artes en 1910, fundada por la Sociedad de Mejoras Públicas (SMP) —una especie de patronato cívico y cultural dirigido por los ricos comerciantes de finales del siglo XIX convertidos en empresarios— hasta las Bienales de Arte patrocinadas por Coltejer en los años sesenta y setenta o los MDE de los años 2000; de Melitón Rodríguez y Benjamín de la Calle a Jesús Abad Colorado y Federico Ríos; de Horizontes de Francisco A. Cano a la Maja desnudo de Jorge Alonso Zapata; de Débora Arango a Libia Posada; de los murales de Pedro Nel al Grafitour; de los prometeos de Arenas Betancourt a las gordas de Botero; de la revista El otro, de León Zuleta, a la Marcha del Orgullo Gay; del paro de maquinistas del ferrocarril de 1912 a la primera línea de las movilizaciones de la pandemia; de la “cultura del narcotráfico” a la Marcha Mundial Cannábica; de la colección de poemas Del pesebre de 1912 —participaron jóvenes creadores como Pepe Mexía y León de Greiff—, a la publicación de la revista Prometeo y el Festival Internacional de Poesía en los ochenta y noventa; de la revista Panida, dirigida por León de Greiff, a la aparición de Aquarimantima, impulsada por José Manuel Arango; de Porfirio Barba Jacob a Helí Ramírez; de El enterrador de Pelón Santamarta a Puerto Candelaria; del Estudio Polifónico a la Orquesta Sinfónica de Antioquia; de la salsa de Fruko al punk de Castilla, el rap de Aranjuez y el reguetón omnipresente; de la Emisora HKO a Latina Stereo; de la muerte de Gardel al Festival Internacional de Tango; del Circo España al Carlos Vieco; del Teatro Junín al Pablo Tobón; del Museo de Zea al Museo de Antioquia y la plaza de las esculturas de Botero; del Archivo Histórico de Medellín al Museo Casa de la Memoria; de la Biblioteca Pública Piloto a los parques biblioteca; de Ancón a Altavoz; de José Manuel Freidel a la Fiesta de Artes Escénicas; de la publicación de Grandeza de Tomás Carrasquilla en 1910, a Travesías de Gilmer Mesa en 2021; del costumbrismo a la sicaresca; del premio Nadal de Manuel Mejía a los Rómulo Gallegos de Fernando Vallejo y Pablo Montoya; de los escritos eróticos de María Cano al nadaísmo de Gonzalo Arango; de Viaje a pie de Fernando González al Elogio de la dificultad de Estanislao Zuleta; de la Librería del Negro Cano a la Fiesta del Libro; de la presentación en sociedad de la película Bajo el cielo antioqueño en 1924, a la selección oficial de Rodrigo D No Futuro en Cannes en 1990 y a Matar a Jesús de Laura Mora de 2017; de la publicación de Sábado, de Luis Tejada, y del suplemento literario GENERACIÓN a la aparición de las revistas La Hoja y Universo Centro; de las ilustraciones de Ricardo Rendón a los cómics de La Piquiña, la revista Blast y la Feria de Ilustración e Historieta El Faire; de los concursos literarios para señoritas de 1919, a las becas de creación; de las Fiestas de Juegos Florales del cuadro de las damas de honor de la SMP de 1912, a la primera Feria de las Flores de 1957.

La Medellín Futuro de hoy carga sobre su espalda una pesada silleta cultural. El surgimiento y el trabajo de sus creadores y empresas culturales —su influencia, incomodidad, acomodamiento— están ligados a los cambios urbanos y a la percepción y el reconocimiento que la ciudad ha forjado de sí misma en estos 110 años.

Liberarse del poncho y el carriel

De la Villa de la Candelaria de hace tiempos —como tituló Carrasquilla su libro de memorias— quedan apenas unos cuantos referentes arquitectónicos, un par de iglesias, un paraninfo, un claustro, un puente, y archivos fotográficos, documentos y textos literarios; pero en la memoria de la ciudad del siglo XX hay numerosas muestras de la conjunción de sus logros materiales con el producto de sus creaciones culturales.

Para liberarse del poncho, el carriel y las alpargatas y vestirse de traje y zapatos, los líderes cívicos y empresariales de las primeras décadas del siglo pasado crearon un discurso de progreso. La aceleración de la incipiente industrialización, las bombillas eléctricas que alargaban el día, la electricidad que movía las fábricas y el ferrocarril que acortaba distancias dispararon las ansias de los ricos por un porvenir que convirtieron en credo. El año del primer centenario de la Independencia, en 1910, la SMP convocó un concurso público para escoger el plano del “Medellín Futuro”.

En 1912, Medellín tenía una masa obrera de unos cinco mil trabajadores (cerca de la mitad eran mujeres), que cumplía horario en cinco fábricas de textiles, una de fósforos, cuatro de chocolate, cinco de velas y jabones, dos cervecerías (Antioqueña y Tamayo) y una compañía industrial de cigarrillos.

El monte, la mina, el campo, de los que había surgido un carácter regional de seres altivos y de machete, aserradores que pasaban colonizando montañas (como en los cuentos de Julio Posada y Jesús del Corral), que otros llamaron identidad, quedaban atrás de la dirección señalada por Francisco Antonio Cano en Horizontes (1913).

La ciudad necesitaba un nuevo paisaje y un trazado donde encajar su “pujanza”, una palabra que alcanzó el trono del diccionario de la raza antioqueña en los años cuarenta y reinó incontestable hasta el final del siglo; quizás solo superada por la palabra “gonorrea”, que nombró el estado en que la ciudad ingresó a los cuidados intensivos del siglo XXI.

La pujanza hizo y deshizo sobre el lienzo todavía bucólico del valle, solo limitado por el caballete de sus montañas. Fundó empresas, levantó edificios, ensanchó calles, cubrió quebradas; le pintó tranvías, automóviles y un aeródromo; y completó su escenografía con cinematógrafo, gramófono y radiodifusión. Los artistas se rebelaron a ser marionetas de la industrialización, pero más tarde se contagiaron del arrojo aventurero que ya ejercía con maestría el móvil Barba Jacob, para quien valía más “el oro del sonido que el sonido del oro”.

Los panidas sacaron las discusiones literarias y artísticas de las tertulias caseras, y de los círculos privados de los señores y las señoras de alcurnia, y las acercaron al calor etílico de los cafés, con el ánimo de sacudir públicamente la contienda del porvenir con baladas poéticas que criticaban el status quo reinante y textos filosóficos que defendían el noble arte de vagar.

La formación temprana de la cultura urbana de Medellín quedó marcada por esa contradicción esencial entre la necesidad de sobrevalorar la laboriosidad empresarial, encarnada en la “raza” blanca, para impulsar la generación de riqueza material, y unas fuerzas opositoras, resistentes, que preferían el enriquecimiento mestizo del espíritu.

Exhibir la tacita de plata

Terminada la Gran Guerra, sin las heridas que el resto del mundo intentaba sanar, ni secuelas de la peste española, que en 1918 apenas había dejado una decena de muertos en la ciudad, en la década del veinte Medellín vivió una intensa pubertad de conmociones sociales, urbanas y culturales.

La Sociedad de Mejoras Públicas, con Ricardo Olano a la cabeza, barría desde su revista Progreso los estorbos y rezagos del imaginario de la villa del siglo XIX, que se interponían en el acomodo de Medellín a un contexto de comercio internacional, que desembocaría en la gran crisis del 29.

La “Medellín Futuro” se expandía y urdía a sí misma con el paso del tranvía y el belga Augustín Goovaerts la vistió con una mezcla de estilos europeos, representados en iglesias, casas y palacios, como el de la Gobernación, y le colgó un elegante prendedor: el Edificio Gonzalo Mejía o Teatro Junín, inaugurado en 1924. Los arquitectos locales, como Marino Rodríguez, buscaban un estilo funcional propio, que quedó plasmado en el Palacio Municipal.

Admirada por los visitantes extranjeros, que contemplaban el frenesí en construcción, Medellín se labró su reputación de ciudad “pujante” y se fue convirtiendo en una tacita de plata para atesorar, fruto de una “raza” capaz de atravesar montañas y echarse el futuro en el bolsillo.

De nuevo aparecieron las fuerzas contrarias, que con realismo y acalorada resistencia, no exentos de escándalo, advertían de los peligros de insuflar en demasía el globo del orgullo local.

Mujeres en conflicto

Criada en un hogar laico, de pensamiento radical, a los 34 años María de los Ángeles Cano se unió a la tertulia Cyrano, impulsada por su sobrino, el cronista Luis Tejada, que en 1920, con Enrique Montoya Gaviria, lanzó una revista del mismo nombre. La aparición de Cyrano y la presencia de María Cano como columnista y activista política fueron completamente novedosas. Con ellos, dueños de un lenguaje sencillo, sin ataduras ni complejos europeisantes, la ciudad buscó mirarse por dentro, al tiempo que por fuera cambiaba de ropaje para vestirse de moderna.

En Cyrano publicaron también Fita Uribe, María Eastman y Enriqueta Angulo, “las muchachas escritoras”, como las llamó el poeta Luis Carlos López: “La más audaz y fogosa es Fita Uribe; la más sentida es María Cano; la más personal es Enriqueta Angulo, y la que mejor escribe es María Eastman”.

“Fue tal el espanto, que las mujeres de la élite conservadora crearon en 1926 la revista femenina Letras y Encajes”, dice la escritora Paloma Pérez; revista impulsada por señoras de la clase alta, como Sofía Ospina de Navarro y Teresa Santamaría de González.

Las mujeres no escaparon a las contradicciones de la cultura y a la exposición pública de sus fuerzas contrapuestas, de conservación y liberación. Las letras y los encajes de la revista buscaban el estable divertimento de las mujeres hogareñas, a las que les ofrecían “desde la receta de cocina hasta la clase de educación familiar y el artículo ameno y literario”.

Bienvenidas las multitudes

En los primeros años de la década del treinta, la ciudad inauguró el aeródromo de Las Playas (1932), que aterrizó a Medellín en la vida plenamente urbana del siglo XX. Superada la crisis económica mundial del 29, la recuperación trajo una serie de desarrollos tecnológicos, que sirvieron de megáfono para llegar a una población que ya contaba como masa y terminaron de configurar el entramado cultural de la ciudad.

En 1931, en el sector comercial del barrio Guayaquil, Alfredo Daniels instaló el primer transmisor de onda corta, con una potencia de 50 vatios, que permitió el nacimiento de la emisora HKO, precursora de La Voz de Medellín y La Voz de Antioquia, las primeras grandes emisoras de la ciudad, en las que brillaron los duetos musicales, como Blumen y Trespalacios y Obdulio y Julián.

Medellín aprendía a escucharse y se acostumbraba a usar electrodomésticos, que ayudaron a potenciar el desarrollo de la publicidad. El Teatro Granada proyectaba regularmente películas y existía la Compañía Filmadora de Medellín. Con la película Bajo el cielo antioqueño (1925), la ciudad había visto cómo lucía su clase alta en la gran pantalla.

Desde la fundación de la revista Sábado en la década anterior, a cargo de Gabriel Cano y Ciro Mendía (en la que participaron Francisco Cano, Ricardo Rendón, Luis Tejada, Otto de Greiff, Blanca Isaza de Jaramillo y Camilo C. Restrepo), la caricatura, la ilustración y fotografía ganaron protagonismo masivo. Fotógrafos como Manuel Lalinde y Jorge Obando se destacaron como pioneros de la crónica gráfica.

Obando fue el fotógrafo panorámico de las ilusiones, las tragedias y las multitudes de una sociedad que dejaba atrás la hegemonía conservadora y saludaba los vientos de cambio que percibía en el horizonte. Captó el vuelo en globo de Manuel Acosta “Salvita”, un parque Berrío abarrotado de gente en una manifestación de la campaña presidencial de Enrique Olaya Herrera y el avión accidentado, humeante, en el que murió Carlos Gardel en el aeródromo de Las Playas. La ciudad abría los ojos y alzaba la mirada.

Ponerle flores al pasado

Después de años de dificultades y aprendizajes en Italia, un todavía joven Pedro Nel Gómez regresó a Medellín a finales de 1930 “en condiciones económicas desastrosas”. Inició aquí un intenso período de elaboración de pinturas al óleo y acuarelas, que lo llevaron a exponer un conjunto de 114 obras en el salón central del Capitolio en Bogotá, que le dio reconocimiento nacional.

Pedro Nel y Eladio Vélez, con la pintora Débora Arango en la trastienda, renovaron en los años 30 y 40 las discusiones estéticas sobre el “arte necesario”, qué es “la belleza” –con Gómez anclado en el nacionalismo y Vélez en el bando de los clásicos, del “arte por el arte”–, y cuál era el papel de los artistas en la liberación de la nación de las fuerzas retrógradas –machistas, para el caso de Débora, la más rebelde en el fuego cruzado de los hombres.

Débora tuvo que distanciarse de su maestro Pedro Nel para pintar con libertad sus desnudos, aunque no salió ilesa del castigo que le tenía Medellín a su mujer más revolucionaria, que vestía de pantalón, montaba a caballo y nunca se casó. En su primera exposición en la ciudad, en 1939, las Damas de la Liga de la Decencia boicotearon la muestra, porque sus desnudos eran “inmorales”, “perversos” y “pornográficos”.

La muerte de Tomás Carrasquilla, el 19 de diciembre de 1940, marcó la parte final de la primera mitad del siglo XX cultural de Medellín. Mientras el mundo retrocedía al pasado con la Segunda Guerra Mundial, Medellín había conseguido con éxito darle una forma urbana a sus ambiciones de futuro y se sentía orgullosa de lo que había conseguido.

La muerte de Gardel en su suelo la había puesto en los ojos del mundo y la complacencia autocelebratoria se asentaba en su carácter a punta de palmaditas en el hombro de propios y extraños. El contradique cultural esta vez tardó en llegar, y no se manifestó con fuerza hasta la aparición del nadaísmo a finales de los cincuenta.

La máquina industrial textil iba a toda marcha y sus ganancias daban de sobra como para que sus telas abrigaran nuevas empresas culturales y cubrieran el agrandado talle que la ciudad se aprestaba a conseguir.

El capital desbordado, que ya no podía ser contenido en las estrechas calles del momento, requería una nueva palabra que ampliara sus límites y enriqueciera el habla popular, que entendió a cabalidad lo que estaba pasando: “Ensanche”.

La SMP impulsó la ampliación de la carrera Junín, que se convirtió en una especie de Milla de Oro de la época, y se inició la cobertura de la quebrada Santa Elena, que habían sido el eje del crecimiento del centro de la urbe.

En 1942, Rodrigo Arenas Betancourt trabó amistad con un grupo de estudiantes conservadores en política, pero de mente abierta para las artes, que recientemente habían fundado el suplemento literario de El Colombiano. Eran Miguel Arbeláez, Otto Morales Benítez, Hernán Merino, Belisario Betancourt y Alberto Durán Laserna.

En el suplemento GENERACIÓN, con el seudónimo común de PRAB, que significaba Para Rodrigo Arenas Betancourt, publicaron notas cuya remuneración estaba destinada a patrocinar su carrera de escultor en México, donde ingresó con honores al patrimonio cultural mexicano y latinoamericano, con obras monumentales, como su Prometeo de siete metros en la Universidad Autónoma de México y su aún más grande Homenaje a Cuauhtémoc y la patria, en el Palacio de Comunicaciones.

A principios de los cincuenta, Medellín contaba con más de cuatrocientas industrias y una población obrera de más de 25.000 trabajadores. Muy lejos estaban los tiempos de cuando comenzamos esta historia con un puñado de empresas, y la ciudad necesitaba un nuevo traje.

La exhibición pública de flores tenía reminiscencias bien ancladas en la tradición cultural paisa, por lo menos desde 1912, cuando las damas del cuadro de honor de la SMP promovieron las “Fiestas de Juegos Florales”, y en 1917 realizaron una “Feria de las Flores”, que no se convertiría en verdadera fiesta popular hasta finales de los años cincuenta.

Medellín recuperó al silletero de Santa Elena, se estampó el vestido con sus flores y salió a desfilar oficialmente a finales de abril de 1957, en la que se conoce como la primera Feria de la Flores. Ese gusto florido la unía con su pasado rural de una forma aromatizada, que es la forma más poderosa del recuerdo. El hacha de mis mayores y el montañero altivo volvieron a florecer con forma de silleta terciada a la espalda.

En esa ciudad irrumpió con fuerza Gonzalo Arango y su propuesta nadaísta de no dejar “ídolo con cabeza”, que adelantó la llegada de la revolución hippie de los años sesenta. Arango era contemporáneo de otro artista que tendría una enorme repercusión en el imaginario y en la imagen que ya Medellín proyectaba al mundo, Fernando Botero.

A finales de esos años cincuenta, cuando ya era un pintor reconocido en Colombia, que había expuesto en Estados Unidos y Brasil, ganador del XI Salón Anual de Artistas Colombianos (1958), pintó el mural Paisaje con jinete en el hall del recién inaugurado edificio del Banco Central Hipotecario y dejó su primera marca en el cuerpo de la ciudad.

Con su nuevo traje estampado, Medellín siguió creciendo en altura en su centro y expandiéndose por el valle. La ciudad tenía ya un amplio desarrollo universitario y cultural, pero carecía de una biblioteca pública. La Unesco escogió a Medellín para implantar un proyecto piloto en América Latina de biblioteca pública y la SMP aportó el local, la dotación inicial y la construcción de un edificio de 4.500 metros cuadrados en Otrabanda. En septiembre de 1955, El Colombiano informó a la comunidad medellinense sobre la construcción de “un edificio de un millón de pesos” para la BPP. Ese año se inauguró la sala de arte en la sede original de la Piloto en la avenida La Playa, con la “Exposición Colectiva de Pintores Antioqueños”, con veintidós cuadros de artistas como Eladio Vélez, Horacio Longas y Luis Vieco.

La guerra nuestra

En los sesentas, la ciudad cerró un pacto de facto entre los empresarios sastres y el mundo de la cultura, que reinó imbatible hasta bien entrados los años setentas, cuando la crisis económica rasgó el traje de gala y el triunfo global del consumo de drogas ilícitas arrastró a Medellín a una guerra que la dejó malherida y con el imaginario embolatado.

La película Rodrigo D. No futuro, de Víctor Gaviria, seguidor del realismo de Carrasquilla, dejó testimonio de ese momento. Alonso Salazar, en una tradición de cronistas con mirada etnográfica, intentó explicarlo en su libro No nacimos pa’ semilla, y Juan José Hoyos ahondó en las implicaciones íntimas que el torbellino de la droga trajo a su generación en la novela El cielo que perdimos.

La “cultura del narcotráfico” se convirtió en la fuerza negativa que amenazaba el progreso. Cuando parecía derrotada, estigmatizada ante el mundo, la fortaleza de sus movimientos culturales, que no dejaron de insistir en formas no violentas de subsistencia; la poesía, que se hizo masiva; la emergencia de una resistencia juvenil vinculada a géneros musicales como el rock, el punk y el rap; y un renovado liderazgo social le permitieron resurgir y sacar a flote una nueva característica de su identidad, a la que bautizaron “resiliencia”, una de las formas del cambio.

La Sociedad de Mejoras Públicas perdió su protagonismo y el futuro de la ciudad quedó en manos de sus ciudadanos, que se apropiaron de una red de bibliotecas-parque que creció en sus barrios, hicieron fiesta y picnic con los libros en el Jardín Botánico, se expresaron en Altavoz y pusieron las paredes a hablar con aerosoles. En el nuevo lenguaje popular, que surgió como adaptación a la guerra contra las drogas, la palabra “chimba” señaló la recuperación.

En esa puja constante por “sacar a Medellín adelante”, los artistas y creadores muchas veces se han sentido incómodos con su legado. ¿Qué hacer con él?, ¿hacia dónde conducirlo?

La homosexualidad de Carrasquilla, siempre comentada entre susurros, da cuenta de la extrañeza de su obra, de su ambiguedad, de su condición de bisagra entre lo que sus coterráneos querían o podían ser y lo que aparentaban. La misma extrañeza de la Marquesa de Yolombó de Vallejo y su fuego secreto. No es poca cosa que los narradores más importantes de Antioquia hayan decidido construir su obra desde el lenguaje hablado, mirando las costumbres de los hombres que viven entre montañas. Los dos, a su manera, lo cambiaron todo.

EL PROCESO:

Por el aniversario 110 de la fundación de El Colombiano y el relanzamiento de su suplemento GENERACIÓN, un equipo de editores y periodistas hicimos un arqueo bibliográfico para mapear los principales momentos, hechos y protagonistas de los grandes cambios culturales de Medellín en las últimas once décadas. Es un trabajo colectivo hecho por Alfonso Buitrago Londoño, Ángel Castaño y María Antonia Giraldo, guiados por expertos en la historia urbana y cultural de la ciudad: Santiago Londoño Vélez, Ruth López Oseira, Oswaldo Osorio, Jorge Melguizo, Julián Posada, William Cruz, Camilo Castaño, Juan Manuel Cuartas, Claudia Ivonne Giraldo, Peter Palacio, Juan Luis Mejía, Iván Zapata, Luis Fernando Gónzalez, Óscar Calvo y Paloma Pérez.

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