El río Aburrá une la historia de Medellín (visión del pasado)
A los largo de sus 350 años de historia, Medellín ha sido contada de muchas maneras y por muchas voces. Esta vez publicamos una crónica del padre de las letras antioqueñas sobre el río Aburrá y un texto de una jovén poeta sobre su relación con los ríos y la ciudad.
No tiene leyendas como el Rhin, ni sacros misterios como el Ganges; genios y ondinas desdeñaron sus aguas; ningún poeta le ha dedicado una estrofa; para nada le mencionaron las tradiciones mentirosas; la horda primitiva que trasegó por sus márgenes no le consagró siquiera la más salvaje de sus admiraciones; la superstición y los agüeros del alma castellana jamás forjaron a su costa ningún espanto ni de diablos azufrosos ni de ánimas en pena.
El Aburrá es un humilde, un ignorado, un agua sin nombre. Como los buenos y sencillos, trabaja en el silencio y en la oscuridad. Y trabaja: ¡Dios lo sabe! Él riega y fertiliza los campos de esta Villa que quiso darle un nombre; él la embellece y la refresca; le regala sus linfas deliciosas y el detalle virgiliano de su paisaje; él recoge, para abonar a su paso las tierras labrantías, cuanto asquea y estorba a su señora.
No fueron sus corrientes para naos ni menos para velámenes. Sólo las balsas rudimentarias de cañizos y los maderos de construcción bajan, singlados y serenos, por sus ondas pausadas. No habita los fangos de sus recodos pez alguno de talla aventajada. Sólo la sabaleta, tornasolada y argentina, riquísima en espinas y en sabores, agota la paciencia del pescador de caña con sus malicias y esquiveces. Ni flamencos ni garzas pescan desde estas orillas sombreadas; pero los chorlos de Dios loquean aquí y allá, en busca del sustento, y las bandadas de patos errabundos bajan de vez en cuando en busca de su muerte con estas escopetas traicioneras
Pero si no la fauna, la flora: el písamo y el carbonero, el alcaparrón y el cámbulo, el ariza y la batatilla le riegan sus pétalos y su polen por entre los rastrojos de florecillas diminutas. Baila el sauce sus ramajes desmadejados en los charcos de la orilla, mientras la cañabrava tremola en lo alto el plumón desmelenado de sus flechas.
Si no mitos poéticos ni agoreros, la realidad casi intangible de este metal por todos perseguido. Desde aquí lo arrastra en sus arenas y luego se lo desgranan en su fondo los aluviones de San Esteban y Barbosa.
Una vez enriquecido cambia de nombre, como toda persona que estime sus dineros. Porce es ya todo un señor río, lleno de honores y dignidades; un río que recibe muchos tributos y atesora muchísimos valores. Mas todo esto y algo más que se omite son apenas los prolegómenos de su potencia áurea; más abajo da vértigo, no le basta ya el ser Porce: necesita ser Nechi, nombre agudo e inquietante. El Dorado, aquel delirio calenturiento de la hispánica codicia, yace encantado bajo los antros de su fondo. Mas es lo horrible que algún genio hosco y egoísta debe custodiarlo. Si algún mortal venturoso ha captado unas partículas del depósito ingente, otros han hundido en esas aguas endiabladas su fortuna, su porvenir, su salud y hasta su vida.
¡Cuánta riqueza arrastrará el Nechi al Cauca; cuánta el Cauca al Magdalena; cuánta este al Caribe tenebroso!... ¡Y nosotros aquí, tan tristes, tan abatidos, tan enfermos con esta sed de oro!¡Ah, dolor!...
Tendremos que acogernos a la poesía, hermana del hambre. Casualmente que si nos alejamos un tantico de La Villa, toparemos con el río como en sus tiempos mejores: bosquecillos discretos de guayabales y suribios, matorrales de juncos y hojasanta; senderos que ondulan por entre la yerba, rincones soledosos de follaje, donde aletean las musas y arrullan ronco las palomas de Eros. Encantadoras orillas las de este río, que produce fiebre.
En un tiempo, ioh Aburrá hidalgo! fuiste para el medellinense consuelo en sus quebrantos, solaz en sus trabajos. Granuja que se perdiese, chicuelo que hiciera novillos, ya se sabía donde se le hallaba Por arriba o por abajo del punte de Colombia te invadía los domingos la estudiantina bárbara. Era una honda anfibia que trasegaba todo el día de tus ribas a tus corrientes, de tus arenales a tus bosques; un juego de aguas y un zambullir perpetuo, entre las hartadas de naranjas y los atracones de guayabas, entre la disputa horrenda por el quesito y la panela.
Aún recuerdan los viejos con delicia retrospectiva, las tandas de damas mañaneras del copete que subían muy frescachonas, San Benito arriba, la cabellera al aire, terciado el pañolón, bajo los dombos protectores de sus sombrillas. Seguíanlas sus fámulas, portadoras de las ropas acuátiles, encarrujadas con la escurrida.
Pero, ¡oh río manso y hospitalario!¡Lo que es gente no volverás a remojar junto a tu Villa!
La edificación urbana ha invadido tus dominios, y los trenes ferroviarios te pasan por la cara. La policía de la civilización no admite en tu regazo ni paños a la griega ni olímpicas desnudeces. Sus trajes de paraíso se los reserva para centros más cultos.
Frente a tu señora no podrás hacer tus contorsiones ni correr por donde quieras. Tus bancos de arena, tus serpenteos, los dejas para afuera. Aquí te pusieron en cintura, te metieron en línea recta; te encajonaron, te pusieron arbolados en ringlera. Has perdido tus movimientos, como el montañero que se mete en horma, con zapatos, cuello tieso y corbatín trincante. Mas nunca faltaran en tus riberas ni poesía ni hermosura: que por mucho que te dañen la simetría y el confort urbanizadores, nunca podrán avasallar del todo el desgaire armonioso de tu gentil naturaleza. Siempre se oirán a Pan en tus orillas; siempre tributarás tus oros a los pulpos y monstruos submarinos.
(Publicado el 15 de marzo de 1919).