No estaría el país dividido en dos y enzarzado en una controversia encarnizada que nada tiene que ver con la paz, si desde el principio de las conversaciones de La Habana se hubiera asegurado un liderazgo positivo, unitivo, desde la misma cabeza del Estado y con la cooperación de las que se llamaban, ahora tiempos, las fuerzas vivas de la sociedad, orientado no solo a reeducar para la solución civilizada del viejo conflicto, sino, sobre todo, para el desarme general de los espíritus, de los ánimos, del lenguaje y de las actitudes de los ciudadanos.
Pero lo que ha habido ha sido un permanente y alucinante fuego cruzado de invectivas, descalificaciones, ultrajes, verdades a medias y, en fin, una exasperación del discurso de odio, como si el avance...