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Trump, primer año

Como en el título del libro, Donald Trump emite a diario “fuego y furia”. Nadie en el mundo ha dado con la fórmula sobre cómo lidiar con él de forma inteligente. Las instituciones, no obstante, resisten.

Trump, primer año
20 de enero de 2018
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Hace un año Donald Trump tomó posesión del cargo más visible en todo el mundo. Si bien su presencia mediática en Estados Unidos llevaba años, esta se extendió a todo el planeta no más comenzó a subir en las opciones desde los primeros debates internos de los precandidatos del Partido Republicano. Lo que casi todos los analistas tomaron como un chiste y un acontecimiento de imposible ocurrencia, ocurrió: fue elegido presidente en las elecciones de noviembre de 2016, de conformidad con las reglas del sistema electoral norteamericano, a pesar de que su contrincante, Hillary Clinton, obtuvo más votos.

Desde hace un año está revestido de los poderes ejecutivos de presidente de la nación más poderosa, más influyente en todas las áreas y cuyo espectro en política internacional cubre todos los rincones de la Tierra. El hombre con menor talla de estadista que hubieran podido imaginar los padres fundadores de la Nación se instaló en el Despacho Oval y han sido 365 días de fuego y furia, como certeramente se titula el libro de mayor distribución reciente, que trata precisamente de este año de vértigo.

Estados Unidos y el mundo asisten a una especie de reality show, en el que un mandatario irascible plasma en caliente, a través de Twitter y durante todo el día, una batería de trinos que van desde opiniones, decisiones ejecutivas, insultos y despropósitos, hasta autobombo delirante.

En el plano interno, Trump ha desatado su guerra particular contra los medios de comunicación, a los que agrede permanentemente. Su actuación, paradójicamente, ha significado un fortalecimiento del papel de la prensa seria y de calidad, y una conciencia creciente sobre el fenómeno de las fake news y la nociva tesis de “los hechos alternativos”. Sin embargo, las instituciones parecen seguir funcionando, gracias al sistema de contrapesos que siempre ha enaltecido a la democracia norteamericana. Los jueces, por ejemplo, han suspendido algunas de sus órdenes ejecutivas que restringen la inmigración de determinados países. En muchos asuntos los altos funcionarios hacen caso omiso de los trinos presidenciales y actúan según la concepción del bien común. Así lo han hecho, por ejemplo, el secretario de Estado, Rex Tillerson, o el propio jefe de Gabinete, el general John Kelly.

En la encuesta revelada ayer por NBC y The Wall Street Journal, Trump tiene el apoyo del 39 % de los encuestados -mucho más que el presidente de Colombia- y el rechazo del 57 %. Entre los simpatizantes del Partido Republicano el apoyo es del 78 %. A Trump estos le perdonan cosas que a cualquier otro político le costarían la carrera de manera fulminante.

Los estragos del primer año de Trump han sido también sobre la imagen de Estados Unidos en el mundo. Es mayoritaria la visión de un presidente racista y aislacionista, a quien el resto del mundo repugna. México, entre los países de nuestro entorno, ha sufrido la mayor embestida. La obsesión de Trump, aparte de demoler lo hecho por Barack Obama, es levantar un muro que los separe y proteja de la “contaminación” que se le puede filtrar desde el sur.

Desde el principio del mandato se ventila la posibilidad de que no lo termine. No obstante, ahí está y pasados unos meses seguramente anunciará su voluntad de buscar reelección. El mundo, en tanto, seguirá debatiendo hasta qué punto atender al inestable gobernante o ignorarlo con resignación mientras pasa el tiempo. Pero que nadie se engañe. Guste o no guste, es quien tiene la palabra final en toda una serie de decisiones que pueden afectar a cualquier sector o zona del mundo. Quienes esperaban un cambio en su personalidad obtienen todos los días evidencia de que no será así. Hasta ahora nadie ha dado con la fórmula de cómo lidiar de forma inteligente con este protagonista de “fuego y furia”.

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