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El azote creciente de disidencias de las Farc, el aumento del hurto y las mafias urbanas de la venta de drogas y otras rentas ilegales, además de la renovada incidencia del narcotráfico en las dinámicas generales de la criminalidad y la violencia en el país, son parte de los retos centrales que deberá afrontar el próximo presidente.
No es un tema menor en un país que se pensó entraría en una etapa de posconflicto tras el acuerdo entre el Estado y la disuelta guerrilla de las Farc. Pero las estadísticas aún elevadas de homicidios, la explosión de otros fenómenos de inseguridad urbana y rural y las hibridaciones de bandas criminales y focos subversivos residuales, reflejan que persiste aquel territorio indomable de una delincuencia capaz de mutar, reorganizarse y alterar el orden público de la nación.
Un agente de primer orden en este contexto son las estructuras internacionales del tráfico de cocaína y otros alcaloides, con asiento en amplios corredores fronterizos y selváticos: más de 200 mil hectáreas sembradas, en parte, en Tumaco, El Naya, Baudó, Macizo Colombiano, Catatumbo, Nudo del Paramillo, Puerto Asís y en Vichada, Vaupés y Caquetá. El nuevo gobierno debe emprender, recién electo, un plan militar, policial y social de intervención.
Los planes de erradicación (voluntaria y forzada) tienen demasiadas limitaciones y fisuras, tal cual lo aceptó hace un mes en España el presidente Juan Manuel Santos. Hay allí un dilema colosal entre los medios empleados y las políticas de estímulo a la restitución, por lo que exigen de un Estado capaz de copar territorios con una institucionalidad fuerte e inversión vigorosa. Así que no es admisible un gobierno sin libreto para sacar a Colombia de un problema que le significa costos altísimos en todos los ámbitos, incluido el de la mala imagen internacional que hoy revive.
Atados a esos factores están grupos como el Eln, el Epl y bandas como el “clan del Golfo” y los “Rastrojos”, que infligen un daño permanente al tejido social, a las dinámicas económicas y políticas regionales y que causan graves violaciones de derechos humanos: desplazamiento y reclutamiento forzados, ejecuciones extrajudiciales, contrabando y migración ilegal.
Con el Eln, persiste una negociación política trasladada a La Habana, en medio de un ambiente que logró estabilizar el negociador Gustavo Bell, pero que no ofrece un plan de acción y resultados que llenen las expectativas de la opinión pública, en especial porque el Eln no cesa sus atropellos a la población civil ni sus hostilidades a la fuerza pública.
Esa mesa de conversaciones debe ser intervenida a fondo, para que desde el cambio de gobierno haya una perspectiva clara e inmediata de sus obligaciones y resultados. El otro camino será, de continuar las dilaciones y el accionar criminal del Eln, el desmonte de aquel escenario.
Porque la paz, está demostrado a partir de la experiencia con las Farc, cuyo proceso e implementación deben continuar, ha dejado de existir en la mente de los colombianos como una entelequia surgida de pactos entre el Gobierno y actores ilegales, y es cada vez más una construcción, fomentada de manera soberana por la ciudadanía y el Estado, de condiciones de seguridad, bienestar y convivencia.
De ese trabajo comprometido sociedad-instituciones, a favor de la paz y en un ejercicio totalizante de derechos y democracia, nacerán la tranquilidad urbana y la rural.