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Los cientos de perseguidos, desaparecidos, encarcelados, heridos, torturados y asesinados, estos últimos bajados al sepulcro envueltos en la bandera de Nicaragua son, en su mayoría, los hijos y nietos de los padres de la “Revolución Sandinista de 1979”, que involucionó en manos del régimen totalitario de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, enigmático y oscuro personaje, a quien se señala como la inspiradora del aparato represivo de la dictadura.
Sus actos en el poder los hacen ver como lo más parecido al régimen Somocista, que gobernó con mano de hierro esa martirizada nación centroamericana, entre 1937 y 1979 cuando cayó Anastasio, el último dictador de su estirpe, bajo el poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
La gota que rebosó la copa de la nueva historia de la infamia en una Nicaragua empobrecida, reprimida por un régimen de terror, aislada y carcomida por la corrupción, la constituyó el fracaso de su reforma a la seguridad social.
El 18 de abril miles de jóvenes estudiantes, en todo el país, salieron a las calles a protestar contra dicha reforma. El régimen no tuvo reparo en masacrar las marchas. Su fuerza policial y grupos paramilitares a su servicio arrestaron, golpearon y encarcelaron a más de 300 jóvenes, hombres y mujeres. En estos primeros hechos también fue asesinado un estudiante.
Pero el pueblo no retrocedió y desde abril, los nicaragüenses, de todos los estratos sociales, gremios e incluso los viejos cuadros y líderes sandinistas, salen a diario por miles a montar barricadas, marchar, bloquear las actividades productivas y reclamar sus derechos ciudadanos y colectivos esquilmados por la dictadura.
En sus métodos equivocados de contener el rechazo social, el régimen ha recrudecido su represión con métodos solo comparables con las dictaduras del cono sur como las de Argentina, Chile y la venezolana de hoy.
Las detenciones ilegales y arbitrarias, las prácticas de tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes; censura y ataques contra la prensa y los asesinatos y masacres de opositores a manos de la policía y aparatos paramilitares son asunto constante. Hoy, esa represión arbitraria contra marchas pacíficas deja 351 asesinatos de manifestantes. La última gran expresión de unidad nacional contra la dictadura sucedió el pasado viernes cuando todo el sistema productivo del país fue frenado en un paro nacional convocado por la oposición.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos han responsabilizado al gobierno de graves violaciones de derechos humanos.
Contra la iglesia, que ha actuado como mediadora, los paramilitares del régimen han respondido asaltando iglesias y agrediendo físicamente a altos jerarcas. Son los casos del nuncio apostólico Stanislaw Waldemar Sommertag, el cardenal Leopoldo Brenes, el obispo auxiliar de Managua Silvio Báez y varios sacerdotes, quienes fueron apaleados, pateados e incluso atacados a cuchillo en un intento de frenar las agresiones contra estudiantes.
Ortega está solo y aislado internacionalmente. Los grandes cuadros de la revolución del FSLN le tachan de corrupto y dictador y el Ejército, respetuoso del Estado de derecho, se niega a salir a las calles a reprimir a los manifestantes.
Seguramente la oposición, en unas elecciones libres, tras su caída y la de su esposa, llegará al poder y los llevará al banquillo de los acusados para que respondan por los crímenes cometidos. Ortega no parece encontrarle salida a su laberinto y se convierte en rehén de su propia tragedia. Como tal arrastrará la ignominia de todo tirano que ha caído en la desgracia.