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Demoler el Edificio Mónaco, donde habitaron el capo Pablo Escobar y su familia en la década de los ochenta, para convertir el predio en un parque que sirva de homenaje a las víctimas del narcotráfico, es una decisión consecuente frente al desarrollo de una Medellín que no pretende borrar su memoria de un plumazo ni ignorar el sufrimiento del pasado, pero sí procurar que esas cicatrices desaparezcan gracias a la creación de nuevos espacios y símbolos que honren la vida, la tolerancia y la legalidad, y que rechacen personajes, códigos y actos que representan violencia, destrucción y criminalidad.
Pero se trata también de responder a las circunstancias que trajo el tiempo: un edificio abandonado, con un notable deterioro estructural, cuya remodelación tiene un costo superior a los 33 mil millones de pesos, según estudios contratados por la Alcaldía de Medellín. Un inmueble que incluso después de la época del Cartel de Medellín, cuando fue ocupado por el CTI de la Fiscalía, también resultó blanco de otros atentados.
Del terrorismo de la guerra de carteles a finales de los ochenta y de los ataques del crimen organizado en los noventa, el Mónaco pasó a ser un factor de malestar para los vecinos del sector Santa María de Los Ángeles, quienes aún hoy soportan el turismo deleznable que se monta en torno a las ruinas de un período de brutalidad aterradora de la mafia contra las instituciones, la sociedad antioqueña y colombiana y decenas de prohombres que se opusieron a que el narcotráfico postrara al Estado y a los ciudadanos.
Bien se ha dicho: en el suelo del Mónaco se debe rendir tributo a jueces, magistrados, policías, soldados, políticos, gobernantes, periodistas y demás líderes —sumados a víctimas colaterales inocentes— que no transigieron frente al chantaje moral y la corrupción económica que quisieron imponer las mafias, mediante su maquinaria de crímenes y billetes manchados de barbarie y desvergüenza.
No hay que olvidar que 30 años atrás, a las puertas de este edificio hoy en ruinas, estalló uno de los períodos más atroces de la nación, el del narcoterrorismo, que en principio enfrentó a los carteles de Cali y Medellín, pero que luego se amplió a las calles de todo el país en una campaña de “los extraditables” contra la justicia y la fuerza pública colombianas, y el gobierno de Estados Unidos que exigía juzgar a los capos por sus delitos de innegable carácter transnacional.
No hay argumentos sensatos que pesen para buscar que Mónaco se convierta, en las condiciones en que está, en alguna suerte de “museo de historia crítica” sobre el imperio mafioso de Pablo Escobar, que le legó a Medellín no solo la peor imagen internacional, sino miles de muertos, conflictos sociales y deformaciones culturales que tres décadas después se desvanecen lentamente en el entramado público del Valle de Aburrá.
Medellín ahora tiene muchos más atractivos (urbanísticos, científicos, lúdicos, culturales, gastronómicos y comunitarios) para darse a conocer al mundo. Mal haría en gastar energías y recursos en darle permanencia a un edificio derruido en la realidad y la memoria. Una mole derrotada por el abandono, un cascarón inútil. Justo es abrir paso allí a un espacio que recuerde con sutileza lo que ya no queremos ser ni repetir. Un proyecto urbano calculado e innovador que traiga más reinvención y avance a una Medellín decidida a edificar la riqueza moral de su gente .