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Elecciones extrañas en Cataluña, campaña electoral con candidatos en prisión, el contexto en el que se celebraron los comicios fue inédito. Se discute mucho quién ganó, pero está claro quién perdió: Mariano Rajoy, el presidente del gobierno español, y su Partido Popular.
El gran ganador fue Carles Puigdemont, el expresidente de la Generalidad, fugitivo en Bruselas. Pese a que llevó su gobierno a una vía muerta, Puigdemont fue el nacionalista más votado y su partido, junto con Esquerra Republicana y la Candidatura de Unidad Popular (CUP), tendrá mayoría absoluta en el Parlamento y podrá volver a formar gobierno.
El partido Ciudadanos ganó las elecciones en Cataluña en votos y en escaños, pero el auténtico vencedor ha sido el independentismo, que conservará la mayoría que ya obtuvo en 2015, en una elección con la mayor participación de la historia. Es decir, el Parlament no ha cambiado en absoluto. La sociedad catalana sigue dividida hoy, igual que lo estaba en 1999. La única diferencia es que la hostilidad de los dos bloques es muchísimo mayor, y que la tensión social y política ha hecho que se sucedieran manifestaciones, días históricos y gente rasgándose sus vestiduras.
Quizá lo más significativo de los resultados de las elecciones catalanas sea comprobar algo que, en el fragor de la revuelta de octubre, no resultaba claro para muchos: la vía territorial hacia la ruptura tiene una claridad originada en la aceptación y en el rechazo. Se puede argumentar que la represión y la cárcel de sus dirigentes han hecho mella en el independentismo, pero también resulta evidente que el independentismo ha vivido los mayores niveles de movilización de su historia reciente.
Durante mucho tiempo Catalunya fue percibida como un oasis frente a las patologías de la política española. El argumento del independentismo, planteado desde la dirigencia política hacia la sociedad civil remarca el espíritu democrático de su propuesta, diferenciándose de las demás regiones españolas, definidas por su carácter retrógrado y corrupto.
Uno de los objetivos de Puigdemont y los partidos independentistas fue el de internacionalizar su proyecto, fin para el que creó una estructura compuesta por una suerte de embajadas, así como viajes de altos cargos de la Generalitat para explicar la idea de la secesión.
La Unión Europea y la comunidad internacional fueron tajantes: la cuestión catalana es un asunto interno de España, Mariano Rajoy es el único representante de España ante el mundo, y en el supuesto caso de que la independencia tuviera lugar, Catalunya quedaría fuera de la Unión Europea. El Brexit y la estabilidad nunca han ido de la mano, y el proyecto europeo se tambalearía sobremanera en un momento en el que necesita mostrar su fortaleza a través de la unidad. En este sentido, Rajoy ha tenido el apoyo expreso y público de la mayoría de los líderes de los principales países de la Unión Europea, que han defendido la unidad de España frente al proyecto soberanista.
El analista catalán Dídac Costa, plantea que en el largo plazo si sigue el conflicto: “Madrid se vería forzado a negociar una salida democrática y pacífica al actual conflicto; lo que pasaría por un referéndum legal, acordado y vinculante, como sucedió en Quebec o Escocia”.
El conflicto en Cataluña tiene una solución obvia: un punto medio entre la secesión y mantener el statu quo que a buen seguro sería capaz de satisfacer a una mayoría social suficiente como para ser estable y duradero. Uno diría que en vista de estos resultados, los políticos de uno y otro bando llegarían a la conclusión de que no parece haber una mayoría social clara para sus fines y se pondrían a negociar. El problema, claro está, es que esto no ha sucedido hasta ahora .