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EL PAPA que canta tangos y no le gusta el celular

Criado como cualquier niño argentino, el pontífice fue un hombre de a pie. El texto

recuerda esta fase de su vida.

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30 de diciembre de 2017
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Por javier alexander macías

Fue a los 12 años cuando el Papa Francisco se enfrentó a su primer problema, propio de esa edad: aprender que 9x9 era igual a 81 y desde ahí —en escala ascendente o descendente— todas las tablas de multiplicar.

Esa operación matemática, y las otras que llegaron con los grados escolares, no le cabían en la cabeza a Francisco, y no porque le faltara inteligencia, sino porque a Amalia, la niña que no podía sacarse de la cabeza, le hizo una promesa infantil: “si no me caso con vos, me hago cura”. Hoy, 69 años después de ese compromiso, es el máximo jerarca de la Iglesia Católica.

Para suplir la falta de concentración y preocupada porque no aprendía, su madre, Regina María Sivori, hija de inmigrantes italianos, se ingenió la forma de enseñarle las tablas: ubicó los números en las gradas para que Jorge Mario Bergoglio —ese es su nombre secular— subiera y bajara conociendo los resultados. “Esa fue la tarea. Para aprender a multiplicar, Jorge Mario subía y bajaba las escaleras cantando los números en voz alta mientras contaba los peldaños”, contó en exclusiva José Ignacio Bergoglio, sobrino del Papa Francisco, a EL COLOMBIANO.

Los años juveniles fueron para Bergoglio como los de cualquier adolescente de un barrio de la inmensa Buenos Aires, capital de Argentina. A los 13 años trabajó en servicio de limpieza para ayudar con los deberes a su padre, Mario José Bergoglio, contador italiano que terminó trabajando en el ferrocarril de esa ciudad.

Mientras limpiaba, Bergoglio repetía las oraciones aprendidas de su abuela para hacer más ameno el trabajo. Así lo reconoció en una entrevista: “La que me enseñó a rezar más fue mi abuela. Ella me marcó mucho en la fe, me contaba historias de santos.”

Sus pies planos no fueron impedimento para jugar fútbol en la plaza La Misericordia, a dos calles de su barrio Flores, en donde vivió en una humilde casa de chorizo (vivienda con un pasillo largo). Lo hizo hasta que una de sus rodillas se astilló, y entonces decidió dejar de jugar y comenzó a seguir al club San Lorenzo de Almagro, con el que celebró, hace 3 años, el primer título de la Copa Libertadores. “Me cuentan que iba al estadio y no decía malas palabras. Lo más duro que le dijo a un árbitro alguna vez fue ‘atorrante’ o ‘vendido’”, cuenta su sobrino.

Con su juventud llegaron los amigos del colegio Coronel Pedro Cerviño, la barriada y el arrabal representado en los tangos de Carlos Gardel y Azucena Maizani —a quien le dio la extremaunción en 1970—, y Astor Piazzolla y Amelita Baltar. Cantó estas canciones a todo pulmón en la esquina de su calle. Tenía 17 años cuando sintió el llamado de Jesús.

Un médico para el alma

Después de sentir el llamado de Dios al confesarse en la iglesia de su barrio una tarde en la que declararía su amor a una chica, cargó con libros de latín y teología en sus maletas, cuidando la imagen de estudiante de medicina y trabajador químico; pero dejó la bata blanca, y un día su madre Regina subió al cuarto de Bergoglio y lo descubrió estudiando para entrar al seminario. “Su mamá le dijo: Jorge me mentiste. Me dijiste que estudiarías medicina; y él le respondió que sí lo hacía, que era medicina para el alma”, recuerda el amigo de la familia Manuel Tobías Linch.

En sus años de estudio y de sacerdocio en el seminario Villa Devoto —se ordenó cuatro días antes de cumplir 33 años, el 13 de diciembre de 1969— Bergoglio no perdió su paciencia, su gusto por el tango, por la cocina, y afinó su buen humor, características de su juventud.

Se dedicó al servicio, a ayudar a los más necesitados. En una ocasión, cuando la Junta Militar de la dictadura argentina comenzó a perseguir a ciudadanos inocentes, entre 1976 y 1983, Bergoglio prestó su documento de identidad para ayudar a escapar un chico. Al joven, parecido a él, lo vistió de sotana y le ayudó a cruzar la frontera.

El sacerdote jesuita Fernando Montes, compañero de Bergoglio de los estudios de filosofía en Argentina, lo recuerda como un buen amigo. “No era un intelectual en el sentido de una persona que se preparase para ser profesor o investigador de filosofía o teología sino alguien inteligente, estudioso y con profunda preocupación pastoral”.

Y se hizo Papa

La noche del 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio llamó de Roma a Buenos Aires: “Hola gordita, no podía decir que no”, esas fueron las palabras del nuevo jerarca de la Iglesia a su hermana María Elena. Lo hizo del teléfono fijo del Vaticano porque no le gusta hablar por celular. La familia de Francisco se enteró por televisión que era el nuevo Sumo Pontífice. Y María Elena pensó que había perdido un ser querido, pero sintió alegría de contar con un Papa familiar.

Se sorprendieron porque no llevaba el Cristo de lujo sino uno de metal más sencillo, y porque no se puso los zapatos rojos, usó los mismos desteñidos de cuando era cardenal.

“Él no ha cambiado. Es una persona cercana, que sabe dar consejos, te sabe acompañar, te sabe guiar. Hablamos todos los fines de semana”, afirma su sobrino José Ignacio.

El Papa Francisco aún bebe mate. Le gusta amargo, sin azúcar. Con su sobrino y su amigo Federico Walls habla de fútbol cada ocho días y hacen bromas. Sin embargo, lo que más extraña Francisco de su vida anónima, cuenta su sobrino, es ir a una pizzería y pedir una “grande de mozarella”.

Sobre Francisco pesa hoy todo el cargo de una Iglesia universal. Dice que el cristiano debe dejar de lamentarse y esta es la razón por la que en la puerta de su despacho, el apartamento 201 de Santa Marta, el hotel interno del Vaticano, puso un letrero que reza: “prohibido quejarse”, y con el buen humor de siempre recalca: “la sanción es doble si la infracción es cometida ante niños”

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