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Hay un museo en Reikiavik, la capital de Islandia, dedicado a los falos. Tienen 300 elementos en su colección. Incluyen los de muchos mamíferos. El más grande mide 70 centímetros y es de un cachalote; el más pequeño, 2 centímetros, y es de un hámster. Según la información promocional, poseen copias de los órganos reproductivos de los jugadores de balonmano subcampeones olímpicos en 2008.
Hay otro destinado a exhibir orinales. Está en Rodrigo, una ciudad de Salamanca, en España. Abierto en 2007, contiene vasos para orinar de barro, metal y porcelana. Algunos de ellos verdaderas obras de arte. El más antiguo es de la Edad Media.
También hay de saleros y pimenteros, en Alicante, España; uno de momias, en Guanajuato, México; otro de extraterrestres, en Gruyeres, Suiza; otro más del espionaje, en Washington. El del perfume está en París; el del crimen, en Londres, nada menos que en la sede de Scotland Yard, la célebre policía creada en 1829 y que aparece en la literatura y en cine. El de las relaciones rotas, sí, los romances truncos, está en Zagreb, Croacia. Y un sinnúmero de aparentes excentricidades más.
Entonces, ¿un museo puede ser de cualquier cosa?
Sí. Así, categóricamente, responden María del Rosario Escobar, directora del Museo de Antioquia; Mauricio Hincapié, coordinador de la colección de Artes Visuales del Museo de la Universidad de Antioquia, y Lucrecia Piedrahita, museóloga y curadora de artes. Sin embargo, esta afirmación viene acompañada de explicaciones, por supuesto.
María del Rosario comienza por definir museo como una colección de cualquier tipo de objetos, si es compartida por varias personas.
Lucrecia, que los museos nacieron de la idea de coleccionar objetos. Los que una persona conserva, motivada por un interés o un placer.
Mauricio dice que una colección adquiere el nivel de museo, cuando hay interacción con el público.
¿Y lo de raros? El concepto de rareza lo da la circunstancia de que en los últimos siglos, estas instituciones se especializaron en arte, antigüedades y ciencias naturales. Los que se clasifiquen tan fácilmente en estos, son extraños.
Para no ir muy lejos, el Museo de Antioquia comenzó en 1881, como gabinete de curiosidades. En la página digital de la entidad dice que se exhibía “un pedazo de la corona del mausoleo de Luis XVI y María Antonieta, una parte del sillón y del panteón de Víctor Hugo, un pincel que le perteneció a Millet, un textil de la silla de Voltaire, una piedra del Templo de la Sagrada Familia y otra del palacio de Nerón y una más de las catacumbas de Roma (...). El hacha del crimen del aguacatal, la carta donde Luis E. Vieco nos cede los derechos del Himno de Antioqueño, ¡y un relicario con pelo de Simón Bolívar!”.
Lucrecia cuenta que Plinio, el historiador romano, en el siglo I habló del carácter público que debían tener las colecciones, para que el pueblo se diera cuenta de lo que el Imperio estaba conquistando.
Y que fue en Austria, en el siglo XIX, donde se propuso catalogar las piezas, para una mejor comprensión de ellas.
Así, dice Lucrecia, la muestra de orinales tiene sentido, si su catalogación y el guión —que cuenta la historia— ponen en contexto del interés de aquellos elementos, por qué se desean exhibir.
Ese museo en particular, dice Mauricio, puede ser importante porque en Europa, el manejo inadecuado de las aguas residuales, que las aventaban a la calle desde las ventanas, fue foco de enfermedades y pestes en siglos pasados. Un museo de rarezas que él no visitaría es el de ventriloquía que hay en Kentucky.
Lucrecia no iría al de los penes, de Islandia, y María del Rosario quisiera ir al de la Inocencia, en Estambul.
¿Qué tal el de las cortadoras de césped y el de los collares de perro, en Inglaterra? ¿Y qué dicen del de las cucarachas o del de la comida quemada, en Estados Unidos?.