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La literatura
permite recorrer lugares reales e imaginarios. Conocer paisajes y arquitectura, así como entender costumbres y pensamientos de los pueblos.
Los ojos, los oídos, el olfato, el corazón de un viajero y, en una palabra, todo su ser, dan la impresión de percibir la realidad de manera distinta a como lo hace un habitante cotidiano.
Un habanero, por ejemplo, a veces no parece oír el ruido del cañonazo que suena noche tras noche, a las nueve, disparado en la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, desde tiempos coloniales.
El visitante, en cambio, no solo lo escucha: se le mezcla en la cabeza con la música de un trío callejero que interpreta cantos en una esquina de la ciudad vieja y sigue oyendo su eco varios minutos después.
El viajero tiene un oh de asombro dibujado en su rostro. Y cuando escribe las experiencias de sus periplos por el mundo desea trasladarle al lector esa expresión.
La literatura de viajes constituye un subgénero que ha encantado a lectores de todos los tiempos, porque siempre ha existido la pasión de contar lo visto y lo vivido. Y, del otro lado, un encanto porque le cuenten a uno experiencias de un paso por lugares que no conoce o que, si acaso los ha visitado, por saber qué sensaciones causaron en el otro esas vivencias.
El escritor y periodista Juan José García Posada define este subgénero como “la prodigiosa capacidad de transportación de la literatura. Viajamos en el tiempo y el espacio —dice—. El libro se convierte en máquina del tiempo (cronóptero) y en vehículo para eliminar fronteras geográficas y culturales”.
Un relato de viajes remoto es el Éxodo. En este, el segundo libro del Antiguo Testamento, cuyos acontecimientos algunos historiadores sitúan en el año 1.240 antes de nuestra era, un autor anónimo cuenta la salida del pueblo judío de Egipto, donde era esclavo, y su travesía por el desierto en busca de la Tierra Prometida.
Las experiencias narradas en ese libro, no todas confirmadas por la historia, son, sin duda, excitantes y las observaciones, narradas con detalle, consiguen que el lector viva con los personajes el recorrido: sude con el calor, sufra con las duras pruebas y ría con las victorias.
Se sorprenda con la separación de las aguas del mar para permitir el paso del pueblo por entre ellas, caminando; tema a las plagas enviadas por Dios para derrotar a los enemigos y se conmueva con la construcción y destrucción del Becerro de Oro. Goce al comprender la organización tribal y las costumbres y se emocione al observar la vestimenta y las comidas y hasta se llene de ira con las traiciones y las trampas.
Uno de los volúmenes más celebrados en la literatura de viajes es Libro de las maravillas, de Marco Polo. Escrito en el siglo XIII tal vez por un sujeto al que Polo encontró en la cárcel, Rustichello de Pisa, a quien le dictó sus aventuras. En este cuenta sus viajes a Oriente, que duraron más de 20 años.
En el capítulo CXIX, “Donde se habla de la gran provincia de Caragián”, dice:
También os aseguro que las gentes del país comen cruda la carne de los pájaros, de los carneros, de los bueyes y de los búfalos; porque las gentes pobres van al matadero, cogen el hígado crudo cuando sale del animal y lo cortan en trozos menudos, luego lo ponen en sal y lo sazonan con ajo y lo comen al momento.
Y aquí aparecen asuntos importantes: uno, que además de los paisajes y la arquitectura, quienes cuentan viajes deben describir las costumbres. Así, el lector puede enterarse cómo viven en tales tierras; otro, que los viajes pueden ser ficticios o verídicos, a sitios imaginados o reales.
El comentarista literario Francisco Moya, en su blog Literatura de Viajes, dice que no se trata de narrar únicamente el viaje, sino de incorporar la visión del autor sobre las personas que habitan los lugares por los que pasa, sus costumbres, intereses, su forma de vida, su relación con ellos. “Los libros en los que el autor es capaz de mostrar esa parte humana son los que más me enseñan y sorprenden”.
Destaca que, de la literatura de viajes, la mejor es la escrita por grandes viajeros, pero que a su vez han sido geniales escritores. Mark Twain, Guy de Maupassant, Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling “y un largo etcétera” en el que sin duda deben estar Joseph Conrad, Daniel Defoe, Jean Kerouac, Ernest Hemingway y Ryszard Kapuscinski.
El periodista Alberto Velásquez Martínez, quien prefiere los viajes reales a los imaginados, “excepto el del Quijote”, considera que este género amplía el panorama de las personas porque les permite conocer la idiosincrasia, el pensamiento y las actuaciones de grupos humanos distintos al suyo, al tiempo que les muestra la arquitectura y los paisajes de otros territorios.
Al ahondar en la idea de que prefiere los recorridos reales, recuerda que, de niño, leyó los Viajes de Gulliver, del escritor y clérigo irlandés Jonathan Swift. El libro que cuenta la historia de un médico de barco que a cada rato partía. Una vez hacia Liliput, país de los enanos; otro, a la isla de Brobdingnag, país de los gigantes; a Australia; a Japón, y en todas partes encontró cosas asombrosas.
Del gran viaje del Quijote, Alberto comenta con la solvencia de quien es autor del libro Tras las huellas del Quijote y otros tres sobre el Caballero de la triste figura, que es emocionante el camino por el Campo de Montiel, el ingreso a la Cueva de Montesinos, el avistamiento de los molinos de viento y hasta el vuelo en el caballo de madera Clavileño en el que realiza, con Sancho y sin despegarse del suelo, un viaje espacial.
De los reales se queda con esos en los que se especula sobre los viajes de Jesús de Nazaret a la India, entre los 13 y 30 años de edad, para prepararse en parasicología. También disfruta con los documentos del naturalista alemán Alexander Von Humboldt. Uno de estos se refiere a Cristóbal Colón.
Cuando habla de los tiempos de Descubrimiento, Conquista y Colonización española en América, no queda menos que mencionar el libro del propio Colón, Los cuatro viajes. Testamento, y el maravilloso relato Naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en el que cuenta sus aventuras entre los nativos, “seis años el tiempo que yo estuve en esa tierra solo entre ellos y desnudo, como todos andaban”. Las peripecias para sobrevivir entre tribus que le odiaron. Muchos dudan de la veracidad de lo que cuenta Núñez Cabeza de Vaca, pero todo es bello y apasionante.
El periodista literario Alberto Salcedo Ramos, quien prefiere los relatos de no ficción, comenta: “Para mí la crónica de viajes no consiste tanto en mostrar los lugares como en contar una experiencia. Alguien ha dicho, tal vez pretenciosamente, que no se viaja para conocer sitios sino para cambiar de ideas. En esto hay algo de razón. Los viajes nos ayudan a ver el mundo y la vida de otra manera. Creería que viajar es otra forma de leer y una manera de superar los prejuicios, porque para entrar de verdad en el corazón de un lugar al que no habíamos ido hay que abandonar ideas preconcebidas”.
Salcedo Ramos recomienda dos textos: El libro de las ciudades, una compilación estupenda de Guillermo Cabrera Infante, y Guía para viajeros inocentes, las agudas crónicas de viaje de Mark Twain.
Por su parte, García Posada da una lista más abultada de clásicos contemporáneos: “El Danubio, de Claudio Magris, ese magnífico recorrido por este río que nace en la Selva Negra y desemboca en el Mar Negro; Desvío a Santiago y Hotel Nómada, de Cees Nooteboom. ¿Y qué tal Viaje a Portugal, de José Saramago y España en los diarios de mi vejez, de Ernesto Sabato?”.
Juan José no descuida a uno nuestro: “En Colombia, el modelo, pero no tanto de literatura de viajes como de filosofía viajera, es Viaje a pie, de Fernando González.
Y el “quijotólogo” Velásquez recomienda Aquí viven leones, de Fernando Savater. Un libro en el que el autor visita casas y ciudades de escritores. La Praga de Kafka; la Florencia de Dante, el Edimburgo de Stevenson...
Y a estos lectores, la silla en que se sientan adquiere alas, se van por el mundo y el tiempo se les va volando.