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Derechos humanos: 70 años de una promesa

Se cumple un aniversario desde que la Asamblea General la ONU aprobó la declaración universal de derechos. Esto es lo que ha cambiado desde entonces.

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Derechos humanos: 70 años de una promesa
10 de diciembre de 2018
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Un día antes de que se firmara la Declaración Universal de Derechos Humanos, comenzó a existir la palabra genocidio. Hasta ese momento, 9 de diciembre de 1948, no había una forma de nombrar el acto de perseguir y matar a un pueblo por sus creencias o su etnia.

Raphael Lemkin, un abogado polaco de origen judío cuya familia había muerto en el Holocausto, compuso con raíces latinas y griegas una palabra para describir el horror que había vivido y logró que la Asamblea de las Naciones Unidas lo reconociera como crimen de la humanidad.

A su manera, el mundo hizo lo mismo ese año: a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos, por primera vez en la historia, se puso de acuerdo para traducir en palabras esa tragedia que había significado la Segunda Guerra Mundial y el genocidio Nazi.

Este año se cumplen setenta años desde ese momento; desde que 48 países, entre ellos Colombia, inauguraron el derecho internacional como se conoce, al avalar los 31 puntos del documento.

Pero como cualquier declaración, era la expresión de un deseo: la idea vaga, pero ya dibujada de que todos los seres humanos compartían un vínculo común y que las tragedias ajenas podían ser propias. “Una invención de la modernidad que parte de la idea de que el poder debe tener un límite”, explica Gabriel Gómez, profesor de sociología del Derecho de la Universidad de Antioquia.

Se trata una noción transgredida innumerables veces en los setenta años que han transcurrido desde entonces. En el mundo posterior a los derechos humanos aún se masacra, se tortura, se secuestra y se discrimina. ¿Qué ha cambiado entonces?

Para la profesora Sandra Serrano, coordinadora de la Maestría en Derechos Humanos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), la gran diferencia es que tras ese primer borrador de 1948, la humanidad ha buscado palabras para denunciar los sufrimientos que ella misma causa.

Guerra por las palabras

Desde la firma de la Declaración de Derechos Humanos, en París, se adivinaban las tensiones políticas que llevarían a que fueran violados en los próximos años. Alegando diversos motivos, ocho países miembros de Naciones Unidas se abstuvieron de firmar el texto.

Entre ellos estaban algunos de los escenarios de los conflictos del siglo XX, como Sudáfrica –sumida en un régimen de racismo legal, el Apartheid, que no desaparecería parcialmente hasta la llegada de Nelson Mandela al poder en 1994–, y la Unión Soviética, protagonista junto a Estados Unidos de la Guerra Fría, la tensión entre dos modelos económicos: el socialismo y el capitalismo.

En el reportaje del 11 de diciembre de 1948 del diario estadounidense The New York Times relata que el ministro de relaciones exteriores ruso dijo que el documento “parecía apoyar la concepción de la soberanía de los gobiernos era obsoleta”.

En el fondo, señala Serrano, además de las ambiciones geopolíticas, lo que había era una discusión sobre derechos presentes en la declaración: para el bloque socialista la prioridad eran los enfocados en la igualdad, mientras el capitalista privilegiaba la libertad, tanto política como de mercado.

Una disputa que influenciaría conflictos en muchos países –en Latinoamérica tomó la forma de las guerras contra las guerrillas socialistas– y los haría terreno fértil para las violaciones de derechos humanos.

Tuvieron que pasar 28 años para que los deseos expresados en la primera declaración se concretaran en 1976 en dos pactos, uno para los derechos civiles y políticos firmado originalmente por 74 Estados y otro para los económicos, sociales y culturales, suscrito por 76.

Las dos visiones, la libertad y la igualdad, seguían separadas, pero por primera vez establecían obligaciones como la vigilancia de la comunidad internacional y la destinación de recursos para su cumplimiento.

En 2018, 172 Estados han firmado el pacto de derechos civiles y 169 el de derechos culturales, aunque ambos se reconocen como interdependientes tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y, con él, de la polaridad que había dado orden al mundo hasta entonces.

Carrera contra la historia

La existencia de los derechos no evitó que hacia final de siglo Yugoslavia se enfrascara en una guerra de disolución que causaría 140.000 muertos y 4 millones de desplazados; ni que en Ruanda el 75 % de los miembros de la comunidad tutsi fueran asesinados por los hutu, con quienes compartían lengua y etnia.

En ambos lugares, luego del horror, llegaron las palabras.“El hecho de que haya tenido que estar allí, significa que no aprendimos la lección”, afirma Gonzalo de Cesare, un abogado peruano que participó en los tribunales que juzgaron a los criminales de esos países.

Y a la vez, el hecho de que haya estado ahí, significa que “existían los mecanismos para entender lo que había sucedido” y la voluntad para escuchar a los testigos.

“Después de ir a Yugoslavia y a Ruanda entendí que tienes que dejar que las personas tengan espacio para hablar”, dice De Cesare. Allí aprendió a escuchar de una forma distinta, palabra por palabra, como solo logra la empatía. “Muy diferente a la simpatía, nunca voy a llegar a saber cuánto fue el sufrimiento de una víctima”, dice.

Ese sentimiento de apertura al dolor ajeno, la gran victoria de los Derechos Humanos, está en riesgo 70 años después, como señala el último informe de Amnistía Internacional, que advierte sobre el riesgo de los nuevos populismos. Serrano explica que su retórica convierte a los derechos “en dogmas viejos que está de moda transgredir y no como el producto de luchas que han costado vidas humanas”.

Es un nuevo contexto, afirma, que obliga a que la declaración original se adapte a un mundo que ya no la entiende e incluya transgresiones que no eran previsibles en 1948, como los efectos del cambio climático y la brecha entre hombres y mujeres. Porque los derechos no llegan para prevenir sino para nombrar, siempre detrás de los sucesos, como poniendo vendas sobre las heridas de la historia .

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