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El barrio La Sierra cambia su pasado violento por cultivos de café

De las montañas de la comuna 8 llega el grano que se sirve en una cafetería del barrio Laureles.

  • Gabriel Cortés en su finca, en el barrio La Sierra. FOTO Donaldo Zuluaga
    Gabriel Cortés en su finca, en el barrio La Sierra. FOTO Donaldo Zuluaga
  • Pedro Quintero distribuye el café en la marquesina para secarlo. FOTO Donaldo Zuluaga
    Pedro Quintero distribuye el café en la marquesina para secarlo. FOTO Donaldo Zuluaga
  • Cristian Raigosa prepara el café en su local en Laureles. FOTO Donaldo Zuluaga
    Cristian Raigosa prepara el café en su local en Laureles. FOTO Donaldo Zuluaga
  • Dos lectores de EL COLOMBIANO se toman un café junto a Pedro Quintero (centro), su productor. FOTO Donaldo Zuluaga
    Dos lectores de EL COLOMBIANO se toman un café junto a Pedro Quintero (centro), su productor. FOTO Donaldo Zuluaga
30 de diciembre de 2017
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Con el sol, desde los cafetales se ven los techos de zinc deslumbrantes y las casas de ladrillo desperdigadas sobre la montaña en el barrio La Sierra, comuna 8 de Medellín. Los cultivos están en el mismo barrio, en su parte alta, pero desde hace cuatro años los campesinos han dejado de voltear la vista hacia abajo, como lo hacían cada vez que se desataba el traqueteo de los fusiles. Ahora se pueden concentrar exclusivamente en la recolección de sus granos.

Fue Dalton Scott, un cineasta estadounidense, el que imprimió la imagen con la cual el común de la gente asocia a La Sierra. En 2005, cuando se emitió su documental, Colombia y el mundo comenzaron a referenciar este sector con imágenes como la del líder de un grupo ilegal montado en una terraza repartiendo armas y municiones para enfrentar a otro.

Ya desde aquella época se habían regado cafetales en la parte rural del barrio, a escasos metros donde ahora funciona una sede de la Fundación Hogares Claret que atiende a población con problemas de drogadicción. Con la oleada violenta que se extendió hasta 2013, las cosechas fueron invisibles y se mezclaron con otros bultos arrumados en la Cooperativa de Caficultores de Antioquia, en el municipio de Caldas.

Hace tres años, por una muestra que llegó a sus manos, Cristian Raigosa, tintero de oficio como él mismo se define, se enamoró del sabor de un café de La Sierra. Decidió subir por el único acceso a estas fincas cafeteras: una trocha entre rastrojos y ríos de hierba que a cualquiera le llega hasta la cintura, con el fin de conocer a Gabriel Cortés, el artífice de ese café tan especial que había probado, con el que desde entonces se empeñó en trabajar y de quien vende su producto en una cafetería en Laureles.

Pedro Quintero distribuye el café en la marquesina para secarlo. FOTO Donaldo Zuluaga
Pedro Quintero distribuye el café en la marquesina para secarlo. FOTO Donaldo Zuluaga

Cultivos en La Sierra

Los caficultores de la comuna 8 no son tan prósperos como podrían serlo muchos de otras regiones de Antioquia. Sus casas son en bahareque, con palos amarrados y marquesinas improvisadas donde secan los granos al sol. Las ganancias les dan para sobrevivir y, a veces, para abonar el sembrado, nada más.

“A mí cambiar de patrón me arregló la vida. La cooperativa me compraba los kilos a menos de $4.000, a veces hasta $2.800 (precio por el que se pagó hace más de diez años). ¿Dígame usted uno qué alcanza a hacer con ese precio tan bajito? Con don Cristian la cosa es distinta, él valora el trabajo de uno y me compra el café con pulpa hasta $15.000 el kilo, y despulpado a $9.000, ¿sí ve la diferencia?”, cuenta Gabriel.

Junto a la finca de Gabriel están, más arriba la de Lázaro y trocha abajo la de Pedro Quintero. Por el momento Cristian solo trabaja con 10 campesinos de la zona, pero en los alrededores hay muchos más dedicados al café.

“Comencé con don Gabriel, pero luego fui extendiendo la sociedad con los vecinos, y la idea es vincular todavía a más cafeteros, para llevar este producto a la ciudad”, explica Cristian.

Pedro dice que el terreno lo despejó a punta de machete, y luego de sembrar frijol, maíz, plátano y yuca se quedó con el café, que siembra “con las uñas” desde hace 15 años.

Ninguno tiene luz. En la oscuridad la ven con el reflejo que llega de la ciudad y de día la sueñan al ver las torres de energía de EPM que pasan sobre una cañada. Sin electricidad, cuando vuelven a sus casas después de largas jornadas de trabajo, se entretienen con las ondas que llegan a sus pequeños radios y les llenan la noche de música hasta conciliar el sueño.

“Yo me sueño con que la forma como nos toca trabajar se facilite, me gustaría poner la finca en buena forma para que pueda producir bastante”, confiesa Pedro.

En época de cosecha, Cristian les puede comprar hasta 5.000 kilos de café, recolectados de los cerca de 35.000 árboles que suman los 10 cafeteros que trabajan con él. Luego de tostarlo, el café ha sido considerado como especial, al lograr calificaciones por encima de los 85 puntos sobre 100.

Cristian Raigosa prepara el café en su local en Laureles. FOTO Donaldo Zuluaga
Cristian Raigosa prepara el café en su local en Laureles. FOTO Donaldo Zuluaga

De La Sierra a Laureles

El paso fundamental era que el café trascendiera más allá de la cooperativa, que la gente de Medellín empezara a relacionar la imagen de La Sierra con el café y no con su pasado violento. Para eso, Cristian comenzó a distribuir el café en diversos locales comerciales de la ciudad.

Antes de empezar a trabajar con los caficultores de la comuna 8, Cristian se había preparado durante un año en una técnica como barista en el Sena. Se especializó sobre todo en tostar el café, porque él dice que ahí radica la magia de trasladar el esfuerzo del campesino al buen sabor en una taza caliente.

“No es igual como se tuesta el lote de Gabriel y el de Pedro. Luego de varios kilos y pruebas se encuentra con cada uno, de manera distinta, el punto perfecto que resalta las cualidades de la bebida”, comenta Cristian.

Con la experiencia adquirida, que incluyó un curso dictado por el denominado “sensei” del café, el mexicano Manuel Díaz, montó su proyecto Rituales, que por ahora distribuye el grano tostado, lo vende en un local en Laureles y, a futuro, planea mejorar las condiciones de los caficultores asociados y abrir una escuela de café.

“Llegamos con una cafetería a Laureles, porque nos pareció el barrio ideal para el proyecto. Es un lugar para caminar, para venir en familia. Lo sentimos muy tradicional”, señala Cristian.

A una cuadra también hay un Starbucks, pero eso no lo trasnocha, pues aclara que su público no es el que iría a consumir bebidas a dicha cadena, mientras que sí ha logrado atraer a algunos que se dirigen hacia allá, que aburridos por la fila o los precios, terminan sentados en su local y enamorados del café de La Sierra.

En las estanterías del lugar reposan las bolsas de café selladas, en el respaldo detallan quién es el cafetero productor, la altura a la que se encuentra el cultivo, la variedad, la manera cómo fue tostado y las características que el consumidor podría percibir en el café.

Es así como las cosechas de la comuna 8 llegan a las tazas de los consumidores en Laureles, además de otra cafetería en Sabaneta y una en Armenia (Quindío). Antes hacía lo propio con locales en barrios como Ciudad del Río o El Poblado, pero la producción se fue quedando corta.

“Como el consumo en nuestro local aumentó, ahora casi todo el café se queda para autoabastecernos —dice Cristian—. Aún así tenemos un proyecto para distribuirle a la marca de jugos Nativos, que quiere lanzar una línea de bebidas frías”.

Dos lectores de EL COLOMBIANO se toman un café junto a Pedro Quintero (centro), su productor. FOTO Donaldo Zuluaga
Dos lectores de EL COLOMBIANO se toman un café junto a Pedro Quintero (centro), su productor. FOTO Donaldo Zuluaga

El laboratorio

El único de los caficultores que no vive en medio de sus cafetales es Pedro. La casa donde tiene la despulpadora y la bodega para guardar los bultos es la única con piso y paredes de cemento en la zona. Junto a un arroyo se ven algunas canecas arrumadas y en desuso.

Hace un año desmantelaron allí un laboratorio de cocaína que operaba un combo de La Sierra, por eso la infraestructura del rancho es la mejor entre todos los cafeteros locales.

Pero Pedro no duerme allí, vive con su esposa al otro lado del valle, en el barrio La Aurora, Nuevo Occidente. Todos los días madruga y con el metrocable, el metro, el tranvía y de nuevo otro metrocable, atraviesa la angostura del Aburrá para trabajar en su terreno.

Mientras el laboratorio funcionó, Pedro trabajó en sus cafetales sin meterse mucho en el asunto. Por eso lo dejaron tranquilo y nunca le pasó nada; sin esa sombra en sus tierras, ahora se vislumbra un nuevo proyecto.

“Aprovechando la infraestructura que tiene ese sitio queremos montar un beneficiadero de café comunitario —comenta Cristian—, para que todo el producto salga con el mismo proceso, la misma calidad, y quitarles esa carga a los caficultores que no tienen cómo ocuparse de tantas cosas al tiempo”.

La cercanía con Hogares Claret lo ha llevado incluso a pensar que podrían trabajar de la mano con ellos, para que aquellas personas que reciben terapia en este centro puedan encontrar en la caficultura una nueva opción de vida.

“Con este patrón tan bueno quién se tuerce”, se sonríe Gabriel, mientras enciende un tabaco y observa la ciudad en el horizonte. Confía, en unos años, ver ese viejo laboratorio de coca convertido en uno de café, porque en La Sierra, aunque todavía silban algunas balas, quieren contar otra historia.

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